capitulo 8

173 6 0
                                    


¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Por qué no apagué en ese instante la llama de vida que tú tan inconscientemente habías encendido? No lo sé; aún no se había apoderado de mí la desesperación; experimentaba sólo sentimientos de ira y venganza. Con gusto hubiera destruido la casa y sus habitantes, y sus alaridos y su desgracia me hubie- ran saciado.

Cuando cayó la noche, salí de mi refugio y vagué por el bosque; y ahora, que ya no me frenaba el miedo a que me descubrieran, di rienda suelta a mi dolor, prorrumpiendo en espantosos aullidos. Era como un animal salvaje que hubiera roto sus ataduras; destrozaba lo que se cruzaba en mi camino, adentrándome en el bosque con la ligereza de un ciervo. ¡Qué noche más espantosa pasé! Las frías estrellas parecían brillar burlonamente, y los árboles desnudos agitaban sus ramas; de cuando en cuando el dulce trino de algún pájaro rompía la total quietud. Todo, menos yo, descansaba o gozaba. Yo, como el archidemonio, llevaba un infierno en mis entrañas; y, no encontrando a nadie que me comprendiera, quería arrancar los árbo- les, sembrar el caos y la destrucción a mi alrededor, y sentarme después a disfrutar de los destrozos.

Pero era una sensación que no podía durar; pronto el exceso de este esfuerzo corporal me fatigó, y me senté en la hierba húmeda, sumido en la impotencia de la desesperación. No había uno de entre los millones de hombres en la Tierra que se compadeciera de mí y me auxiliara. ¿Debía yo entonces sentir bondad hacia mis enemigos? ¡No! Desde aquel momento declararía una guerra sin fin contra la especie, y en particular contra aquel que me había creado y obligado a sufrir esta insoportable desdicha.

Salió el sol. Al oír voces, supe que me sería imposible volver a mi refugio durante el día. De modo que me escondí entre la maleza, con la intención de dedicar las próximas horas a reflexionar sobre mi situación.

El cálido sol y el aire puro me devolvieron en parte la tranquilidad; y cuando repasé lo sucedido en la casa, no pude por menos de llegar a la conclusión de que me había precipitado. Obviamente había actuado con imprudencia. Estaba claro que mi conversación había despertado en el padre un interés


por mí, y yo era un necio por haberme expuesto al horror que produciría en sus hijos.

Debí haber esperado hasta que el anciano De Lacey estuviera familiarizado conmigo, y haberme presentado a su familia poco a poco, cuando estuvie- ran preparados para mi presencia. Pero creí que mi error no era irreparable y, tras mucho meditar, decidí volver a la casa, buscar al anciano y ganarme su apoyo exponiéndole sinceramente mi situación.

Estos pensamientos me calmaron, y por la tarde caí en un profundo sueño; pero la fiebre que me recorría la sangre me impidió dormir tranquilo. Cons- tantemente me venía a los ojos la escena del día anterior; en mis sueños veía cómo las mujeres huían enloquecidas, y Félix, ciego de ira, me arran- caba del lado de su padre. Desperté exhausto; y, al ver que ya era de noche, salí de mi escondite en busca de algo que comer.

Cuando hube satisfecho mi hambre, me encaminé hacia el sendero que tan bien conocía y que llevaba hasta la casa. Allí reinaba la paz. Penetré con sigilo en el cobertizo, Y aguardé en silenciosa expectación la hora en que la familia solía levantarse. Pero pasó esa hora; el sol estaba ya alto en el cielo, y mis vecinos no se dejaban ver. Me puse a temblar con violencia, temiéndome alguna desgracia. El interior de la vivienda estaba oscuro y no se oía ningún ruido. No puedo describir la agonía de esta espera.

Frankenstein- Mary Shelley (completa )Donde viven las historias. Descúbrelo ahora