VOLUMEN II
Nada hay más doloroso para el alma humana, después de que los sentimien- tos se han visto acelerados por una rápida sucesión de acontecimientos, que la calma mortal de la inactividad y la certeza que nos privan tanto del miedo como de la esperanza. Justine murió; descansó; pero yo seguía viviendo. La sangre circulaba libremente por mis venas, pero un peso insoportable de remordimiento y desesperación me oprimía el corazón. No podía dormir; deambulaba como alma atormentada, pues había cometido inenarrables actos horrendos y malvados, y tenía el convencimiento de que no serían los últimos. Sin embargo, mi corazón rebosaba amor y bondad. Había comenzado la vida lleno de buenas intenciones y aguardaba con impaciencia el momento de ponerlas en práctica, y convertirme en algo útil para mis semejantes. Ahora todo quedaba aniquilado. En vez de esa tranquilidad de conciencia, que me hubiera permitido rememorar el pasado con satisfacción y concebir nuevas esperanzas, me azotaban el remordimiento y los sentimientos de culpabili- dad que me empujaban hacia un infierno de indescriptibles torturas.
Este estado de ánimo amenazaba mi salud, repuesta ya por completo del primer golpe que había sufrido.
Rehuía ver a nadie, y toda manifestación de júbilo o complacencia era para mí un suplicio. Mi único consuelo era la soledad; una soledad profunda, oscura, semejante a la de la muerte.
Mi padre observaba con dolor el cambio que se iba produciendo en mis costumbres y carácter, e intentaba convencerme de la inutilidad de dejarse arrastrar por una desproporcionada tristeza.
¿Crees tú, Víctor, que yo no sufro? –me dijo, con lágrimas en los ojos–. Nadie puede querer a un niño como yo amaba a hermano. Pero acaso no es un deber para con los superviviente el intentar no aumentar su pena con nuestro dolor exagerado. También es un deber para contigo mismo, pues la tristeza desmesurada impide el restablecimiento y la alegría; incluso impide llevar a cabo los quehaceres diarios, sin los que ningún hombre es digno de ocupar un sitio en la sociedad.
Este consejo, aunque válido, era del todo inaplicable a mi caso. Yo hubiera sido el primero en ocultar mi dolor y consolar los míos, si el remordimiento
no hubiera teñido de amargura mis otros sentimientos. Ahora sólo podía responder a mi padre con una mirada de desesperación, y esforzarme por evitarle mi presencia.
Por esta época nos trasladamos a nuestra casa de Belrive. El cambio me resultó especialmente agradable.
El habitual cierre de las puertas a las diez de la noche y la imposibilidad de permanecer en el lago después de esa hora me hacían incómoda la estan- cia en la misma Ginebra. Ahora estaba libre. A menudo, cuando el resto: de mi familia se había acostado, cogía la barca y pasaba largas horas en el lago. A veces izaba la vela, y dejaba que el viento me llevara; otras, remaba hasta el centro del lago y allí dejaba la barca a la deriva mientras yo me sumía en tristes pensamientos. Con frecuencia, cuando todo a mi alrededor estaba en paz, y yo era la única cosa inquieta que vagaba intranquilo por ese paisaje tan precioso y sobrenatural, exceptuando algún murciélago, o las ranas cuyo croar rudo e intermitente oía cuando me acercaba a la orilla, con frecuencia, digo, sentía la tentación de tirarme al lago silencioso, y que las aguas se cerraran para siempre sobre mi cabeza y mis sufrimientos. Pero me frenaba el recuerdo de la heroica y abnegada Elizabeth, a quien amaba tiernamente, y cuya vida estaba íntimamente unida a la mía. Pensaba tam- bién en mi padre y mi otro hermano: ¿iba yo con mi deserción a exponerlos a la maldad del diablo que había soltado entre ellos?
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Frankenstein- Mary Shelley (completa )
رعبEl suceso en el cual se fundamenta este relato imaginario ha sido conside- rado por el doctor Darwin y otros fisiólogos alemanes como no del todo imposible. En modo alguno quisiera que se suponga que otorgo el mínimo grado de credibilidad a semejante...