El sabor del sol.

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Navidad 1998 – Seattle.

Invierno crudo, contrastando con la felicidad de los hogares, con chimeneas encendidas, iluminando a los abuelos en sus sillones, narrando historias alentadoras a sus nietos, sobre Papá Noel, o Santa Claus como es mejor conocido, un hombre regordete vestido de rojo sangre, con mejillas rosas, así como sonrisa o mirada sincera llena de paz y amor. Eso es un reflejo de lo que todos debemos sentir en esta fecha, ¿no es así?, sí, claro, no podría ser más falso, pues ahora, yo estoy viendo, a un hombre con la misma apariencia, que nunca en su vida debió mostrarme la cruda realidad de la Navidad. Pobre ingenuo, confiar en sus habilidades solo porque soy una niña.

Entró a la casa de mis padres, esperando sorprenderme, dado que sabía que ellos estaban en la obra navideña de mi hermano mayor, el orgullo de la familia, yo no tenía problema con ello, nos amábamos pero mis padres siempre hacen distinciones, aún más conmigo, pero no me desviaré del tema, no, pues este hombre que ahora arrastro al sótano, a pesar de que mi pequeño cuerpo no podría con él. Ha estado tras de mi desde hace dos semanas, yendo a mi colegio, mirándome mientras camino por el parque jugando con los vecinos, y percatándose de la vigilancia de mi hogar cuando yo me quedo sola en casa.

A mi edad sé, que tiene una obsesión conmigo, como esa clase de personas que gustan de menores. Yo, como todas las veces que disfruto del silencio y olor a incienso de mi hogar, me encuentro frente a la chimenea, mirando sus flamas, ellos confían en mí, saben que no soy tan estúpida como para jugar con fuego, aunque no especificaron que no lo hiciera metafóricamente. Leo uno de los tantos cuentos de los hermanos Grimm, son mejores que los fantasiosos llenos de amor que Disney quiere hacernos creer, ahora estaba sumergida en la cenicienta, con ese final pintoresco, perfecto a decir verdad.

Pude ver la sombra que el tonto, intentó ocultar, decidí hacer caso omiso y sujetar con fuerza las tijeras que siempre tenía a la mano, debajo del libro, muy bien oculta para aquellos capaces de burlar, la que se supone, era la mejor seguridad de la ciudad. Él quiso sorprenderme, cubriendo mi boca con un paño húmedo, he leído demasiados libros de terror de mi hermano, para saber que no debo respirar, así que con fuerza, clave las tijeras en su pierna, al alejarme, me di cuenta de su atuendo, admito que me sorprendí, pero rápido razone las palabras de mi madre, Santa Claus no existe; el gruñó, yo, comencé a correr, sabiendo que me seguiría, entré a la zona única de la casa, esa donde, mi fallecido bisabuelo, colocó por su paranoia una habitación del pánico.

Simulé haber ingresado, con ayuda de la lámpara, mejorada de mi hermano que vislumbraba una silueta pequeña, la hizo para asustarme aunque no lo consiguió, pero que ahora en serio era útil, el hombre vestido de Santa, entró sonriendo, creyéndose listo, que falta de motivación. Cerré la puerta, active las cámaras dentro, estaba asustado ahora, maldiciendo, que poca educación, mi hermano, me había mostrado como usar el panel de control así que, lo dejé sin oxígeno, bastaron diez segundos para que su tortura comenzara, gritando por ayuda, ¿acaso creía que alguien ayudaría a un pedófilo?, sí que era estúpido.

Al final, aunque resistió, cayó al suelo sin vida, con un rostro pálido, dejando atrás sus mejillas rosas, sonreí, abriendo la puerta, eso fue todo lo que hice ahí por supuesto. Ya que ahora, al tener su cuerpo en el sótano, observo su disfraz, tan rojo, que brilla con la bombilla amarilla sobre mi cabeza, pensé y pensé, hasta que una idea vino a mí, una vez, mi tía, una mujer hermosa, que siempre sube a mi alcoba a dormir conmigo, desnuda, me dijo que lo mejor del cuerpo humano, es que puedes disfrutarlo de una y mil maneras, por supuesto me lo hizo saber, y con mi poca mentalidad sobre ello, me pregunté, ¿qué pasaría si uso sus mejillas como alimento?, de eso hablaba mi tía supongo, además de hacer que la acariciara o lamiera su cuerpo, no me disgustaba, creo que era normal, ella dice que me quiere y yo quiero comerme a este hombre, así que tomé el garfio de mi tatarabuelo, y algo torpe, despojé al hombre Santa, de sus mejillas, limpié el líquido rojo como su traje y al probarlo, un sabor único llegó a mis papilas gustativas, era como saborear carne cruda de cerdo con esa salsa de frutos rojos de mi madre, ¿los humanos sabíamos a cerdo?, ¿oh solo uno que lo era?, con el tiempo sé que habrán más, a los que pueda probar...

KieranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora