La miré con el alma, la primera vez que nos besamos.
Cerré los ojos y respiré profundo sobre su aliento, la abracé y sentí el latir de su corazón, rítmico, intacto, casi etéreo.
Y fue un momento que el universo nos dió, y fue nuestro, con nadie más a nuestro al rededor más que su mirada y la mía, y el infinito anhelo de quedarnos así por siempre y que la eternidad incinerase nuestras huesos en ese momento infinito.
Yo no le pedí más al universo, que el único deseo que tenía era verla de nuevo, y la tenía, nos teníamos como el complemento perfecto de dos fuerzas estelares colisionando en una sola.
Y fue solo un beso, lo sé, pero significó el mundo para mí, porque cada parte de su estructura, de su ser, de su existencia era una prueba innegable de la bondad del universo conmigo, ella era maravillosa, de los pies a la cabeza, cada imperfección suya era para mí un diamante, me enamoré de us imperfecciones perfectas, de su humanidad, de su simple ser, porque sé que quizás había una larga fila de personas que la habrían invitado a salir, pero también sé que ninguno de ellos la habría visto de la forma en que lo hice, en que lo hago, de esa forma realista en la que todo es etéreo, maravilloso, artístico.
Y no voy a decir lo preciosa que es para mí, porque si alguien más la viera con esos ojos, tengo seguridad plena de que quedarían inevitablemente enamorados.