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Durante un año y medio sobreviví. En medio de tinieblas, como si fuera un objeto en piloto automático, caminé. Pero nada a priori parecía serme difícil; yo ya había sabido manejarme en esos territorios pantanosos.

A poco de la despedida de Fénix, logré consolidarme dentro de un pequeño pero ambicioso bufete de abogados en Vicente López, al cual le había interesado mucho mi perfil y muy poco, mi pasado.

Agradecida por ello, cada día de mi vida entregaba todo de mí. Y cuando decía todo, era todo.

Haciendo horas extras, trayendo expedientes a casa, intenté olvidar que alguna vez me había enamorado de un modo descarnado y brutal, que me había entregado como nunca más lo haría.

Estefanía, mi ex compañera de la oficina, a menudo me invitaba a salir con su grupo de amigos; yo, me negaba sistemáticamente, excusándome tras el cansancio. Lo mismo sucedía con mi nuevo entorno: los chicos de mensajería, Marina la contadora o Doris, la secretaria de mi nuevo jefe, se empeñaban en buscarme pareja.

Agotada pero agradeciendo su voluntad para hacer de mi vida algo menos lamentable, me entregué al destino. A un futuro en el que no esperaba la aparición de ningún príncipe azul ni de otro color.

Sin la obligación judicial de hacer trabajo comunitario, ya no iba al hospital Argerich cada martes y viernes sino tan sólo los miércoles, como voluntaria en el área de neonatología. Con las chicas del sector, Magdalena y Rosario, organizábamos eventos y rifas para juntar dinero y así, comprarles juguetes a los niños de terapia infantil con el fin de obsequiarlos en alguna fecha especial.

Yo había tenido la posibilidad de ser sincera con Fénix, o Lucas, de hablarle sobre Mariano, Noelia, su empleo en Puerto Madero...y sin embargo había escogido callar por un estúpido egoísmo.

Cortando lazos definitivamente con mis padres, mi familia se circunscribía sólo a mí y a mi armario. Felices de que Fénix no estuviera en mi casa, ellos habían aparecido días después con una sonrisa de oreja a oreja.

─¿No se fue con nada tuyo, no? ─peguntó mamá, copa de vino costoso en mano.

─¿De qué hablás? ─asqueada, dudé.

─Que si no te robó nada, ¡nena! ─aclaró sin que hiciera falta, de hecho.

Enfurecida, adolorida, estampé mis manos sobre la barra de la cocina en la cual estábamos comiendo para entonces – aunque era un modo de decir, ya que yo no había probado bocado alguno – para proclamar en voz alta:

─¿¡Pueden dejar de romperme las pelotas!? ¿No están cansados de hacerme sentir una idiota incapaz de manejar su vida?

Mamá quedó en silencio, no así mi papá.

─No demostraste en este tiempo que hayas sido capaz de hacerlo ─empinó su codo, iniciando su tercera ronda de alcohol.

─¿Por cuánto tiempo más me vas a refregar en la cara mis errores?¿Acaso ustedes son perfectos? ─al borde de abrir la boca, de ponerme a su nivel de agresión, le di la chance de revertir su postura. Lejos de eso, arremetió:

─Por lo menos mi papá no tuvo que salir a limpiarme el culo por matar a alguien ─cayendo bajo, golpeándome donde más me dolía, escupió con tono irónico y severo.

Tragando con rudeza, me preparé para ventilar los trapos sucios. Aunque eso, me costara perder el fino lazo que me unía a ellos.

─Es cierto, el abuelo nunca tuvo que salir a limpiarte el culo, pero ¿sabés qué? Yo te lo estuve limpiando muchos meses sin que vos lo supieras ─invirtiendo los roles, me dispuse a no callar ni una palabra más por miedo a represalias. Mi papá no era ya mi jefe ni mucho menos dependía de él económicamente. Su amor por mí, había quedado archivado quién sabía en qué cajón.

Como el Ave Fénix - (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora