Capítulo 16

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Alexander

El aire frío de la ciudad de Londres azotaba contra mi rostro ya que la ventanilla del auto venía abajo. Ni siquiera había realizado que ya era de noche hasta que abandoné la oficina de Perrie.

Lo primero que había hecho al salir de ahí, había sido tomar un taxi para así dirigirme al hotel donde me estaba hospedando junto con Michael. Esperaba que él no hiciese ninguna pregunta, no iba a poner en riesgo la vida de Perrie, no de nuevo.

Perrie.

Había sido una grata sorpresa saber de ella después de tres años, pero el simple hecho de haber escuchado todo su relato sobre los últimos tres años sólo había hecho que mi corazón se encogiera lleno de culpa.

En parte todo lo que había pasado hace tres años era mi culpa, porque pude haber avisado a Perrie pero el avisarle tenía sus pros y sus contras. Y el mayor de sus contras era que Perrie había estado enamorada de mi hermano, así como mi nueva cuñada lo estaba ahora.

No era necesario preguntarle a la chica en turno sí estaba enamorada de mi hermano, era sólo cuestión de observarlas cuando ellas miraban a Michael, o cuando hablaban de él. Sus ojos brillaban y sonreían sin parar, y cuando hablaban de él sólo salían maravillas, sólo mencionaban cualidades que en el fondo no existían pero Michael se encargaba de dar la impresión contraria.

Era quizá por eso que jamás lograba avisarle a ninguna de las chicas en turno, y siempre terminaban dañadas y yo terminaba limpiando su desastre. Esa última parte era para mí la peor parte, tenía que ver como la vida de las chicas se hacía pequeña en sus ojos, como el temor se apoderaba de ellas, y entonces me imaginaba cómo sería el resto de sus vidas. Siempre temiendo a cualquier otro hombre.

Michael estaba enfermo, pero no había forma de detenerlo sin morir en el intento. Estaba demasiado cegado y preocupado por él mismo que no le importaba arruinar la vida de estas chicas, aparte de que al final terminaba por parecerle divertido, cuando de divertido no tenía nada. Aveces era más fácil, las chicas sólitas accedían a tener sexo con él, pero había quienes como Perrie que se negaban y terminaban a la fuerza, y ese era el juego favorito de Michael. Le gustaba tratar a las chicas como basura, decía que no servían para nada más que para complacer, y eso lo había aprendido de mi padre, pues era todo lo que repetía después de que mi madre nos abandonara cuando yo tenía seis años.

Michael me había arrastrado a su pequeño juego esperando que yo fuese igual que él, esperando que pudiésemos divertirnos juntos pero yo no era así. Detestaba ser la audiencia de tan asquerosas y tristes escenas, y detestaba aún más no poder hacer nada por esas chicas. Pero ahora tenía algo a mi favor: Perrie.

No sabía cómo, pero tenía la corazonada de que entre Perrie y yo podríamos hundir a mi hermano. Se supone que le debo ser fiel a mi familia, a mi hermano, pero no dejaría que él hiciese más daño del que ya ha hecho.

La rubia no salía tampoco de mi cabeza, hoy había vuelto a quedar hipnotizado por su infinita belleza. Era quizá esa la razón por la que con Perrie me había sentido el doble de culpable, porque hace tres años el que estaba enamorado de ella era yo y no Michael.

Podía recordar todas esas veces en las que nos habíamos encontrado cuando ella era novia de Michael, siempre tan correcta, tan elegante, tan ella. Perrie era una dama, no una chica cualquiera, y tenía los encantos para hacer caer cualquier hombre a sus pies, y yo había sido uno de ellos.

Hoy, cuando la vi en la calle sin aún reconocerla, me había sentido totalmente atraído y había sentido cierta curiosidad por esa rubia que me había atizado sin querer un golpe en la cara. Y cuando escuché su nombre, me sentí el doble de atraído.

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