20. LA APARICIÓN DEL ÁNGEL

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Puesto que la energía eléctrica había colapsado, en aquél lúgubre pasillo no se veía nada salvo lo que la escueta luminiscencia me prodigaba con las taciturnas llamas de un trío de cirios rojos colocados en lo alto de un candil. Allí me detuve, irresoluta, sin saber hacia dónde dirigirme: a la izquierda o a la derecha. Ambas posibilidades me parecían malas.

De pronto tuve la sensación de cuando alguien te observa en la oscuridad. No sabes si está oculto entre las sombras, detrás o delante de ti, pero está ahí. Como pude recargué mi espalda en el muro del pasillo como buscando protección a través de él y respiré. Y entonces la vi. Era una niña de algunos ocho años de edad, con un bonito vestido blanco de gaza, un par de trenzas que caían en cada lado del pecho y unos curiosos guaraches del color de su vestido.

Aun si apenas debía de medir un metro con veinte centímetros a mí me pareció intimidante. Venía saltando cual párvula de su edad por el pasillo izquierdo, llevando en brazos una muñeca de porcelana de vestido rojo, bucles negros y un sombrero a juego del vestido. La niña se detuvo a medio camino cuando advirtió mi presencia, y acercó los labios de la muñeca a sus orejas como si ésta le fuese a susurrar algo en secreto. Con mi corazón en vilo, apenas trataba de largarme de ese sitio cuando la niña me gritó:

—¡Alto ahí!

Sabía que se dirigía a mí porque, además de ella y la muñeca, yo era la única persona que estaba en el pasillo. Así que me detuve, helada, tras escuchar su infantil y frívola tonada.

Ella no quiere que te vayas —murmuró. Adiviné que la niña al decir «ella» se refería a la muñeca—. Ella quiere que vuelvas tu mirada y nos veas. ¡Hazme caso, tonta! —Sus últimas palabras terminaron por desbordar lo que quedaba de mi estabilidad emocional.

Si aquella niña era una aparición, no cabía duda que jamás había experimentado una presencia tan real. Todas las veces anteriores la voz de los espíritus habían llevado eco consigo, en cambio ella parecía tener un matiz terrenal, como si en verdad fuese una niña viva. ¿Y si ella no era un espíritu? Las piernas me temblaron cuando me volví hasta la niña y la muñeca. Para mi sorpresa, la chiquilla estaba de pie al menos un metro lejos de mí. ¿Cómo había hecho para acercarse tanto a mí sin que yo lo advirtiera?

No pude evitar jadear y retroceder al menos tres pasos.

—Déjame... ir —balbucí, y me sentí una idiota pidiendo el permiso de mi marcha a una pálida niña cuyo semblante invitaba a pensar que no había dormido en semanas.

Ella llevó la muñeca de nuevo a sus orejas como ademán de susurro y me dijo:

—No, ella no quiere que te vayas. Ella quiere que te quedes y juegues con nosotras.

Me quedé tan rígida como una piedra. Sujeté mi bolso de mano donde llevaba mis retribuciones y por instinto toqué por arriba del vestido mi emblema de Excimiente para corroborar que lo llevaba conmigo. Suspiré al comprobarlo. Por otro lado, el rosario que solía llevar en el cuello estaba ausente: a Estrella le había parecido impropio que lo portara en mi cuello si utilizaría una gargantilla de plata en su lugar.

—Vete, niña —temblé de miedo—, tus... padres te deben de estar buscando —resollé azorada, pensando en correr a la menor oportunidad—. Déjame ir, por favor.

La niña clavó sus ojos negros sobre los míos y me dedicó una mueca de odio.

—No, no te irás. —Dio un paso adelante al cabo de que yo retrocedía otra vez y añadió—: Ananziel quiere que la cargues.

—¡¿Qué?!

¿Había dicho Ananziel? Mi vientre sufrió una fuerte contusión tras oír aquél horrífico nombre y comencé a rezar para mis adentros. Nunca sabré si la cabeza de la muñeca giró por sí sola o si la niña la hizo girar para que sus ojos me miraran. Lo cierto fue que grité de terror cuando los ojos de aquella muñeca me observaron atentamente. Presa del desconcierto vi que aparecía de repente una mujer detrás de la niña, llamándola. Supuse que debía de ser su madre.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora