22. ARTILUGIOS

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¿Era posible tanta desfachatez?, ¿tanto cinismo y sin vergüenza? ¿Podía ser posible que mis padres no hubiesen reparado en los notables cambios físicos de mi presunto enamorado? ¿Y qué decir de sus refinados modales y la nueva forma tan gallarda de expresarse? Desde lejos, cualquiera que lo hubiese conocido tanto como yo, y no me enorgullecía de ello, habría descubierto la misma modificación total en su persona, tanto física como emocional.

Su antigua piel cetrina y taciturna se había tornado un tanto más blanca y lisa cual mármol bruñido, la simetría de su tosco rostro había mutado a uno más exquisito y perfeccionado. Ahora sus labios se me antojaban más hidratados y favorecidos, con una suave textura algodonosa y un tono más sonrosado. Ya no tenía la barba que lo había hecho lucir como delincuente en el pasado. Y qué decir de su cabeza, que antes había estado rapada, en la que ahora destacaba un fino cabello cobrizo que rozaba su mandíbula cuadrada. ¡Sus ojos...! ¿Por qué tenía la sensación de que sus ojos (antiguamente oscuros) ahora eran más claros? Su rostro luminoso me parecía tan impoluto y agraciado que un fugaz vestigio me trajo a la memoria aquellas agridulces palabras que alguna vez me había recitado: «¿Quieres verme? Dicen que soy hermoso».

Sin duda tenía una apostura que antes había sido nula en él. Y es que, ¿qué mejor artimaña habría de emplear el diablo sino disfrazar su perversidad y malicia con la frazada de una seductora figura? ¿En verdad mis padres eran tan ingenuos para no reparar en las ardides de mi ferviente enemigo, el cual no solo distaba mucho de ser Artemio Pichardo, sino que ahora estaba tratando de convencer a todos de que yo era el amor de su vida?

—Muchacho, Me han tomado por sorpresa tus... palabras —confesó mi padre, según él, avergonzado por haberme golpeado.

Recogió el cinturón y lo puso en la mesa. Yo tenía sujeta a mi madre mientras evaluaba si le había dejado una marca en la piel. Y es que ahora mi padre mismo había roto su propia cláusula de no herirnos en el rostro. Mamá, mortificada, confundida y quizá dolida por creer que yo le había ocultado mi idilio con Artemio, tenía los ojos aguados. Y yo. ¡Yo solo quería matar a ese espíritu maldito!

Alfaíth me contemplaba con convincente devoción, auxiliado por una falsa sonrisa en la que mostraba todos sus dientes. Unos dientes aguzados que, apropósito, resplandecían cual diamantes bajo el haz del sol. Era tan cínico, que incluso sus ojos de cuando en cuando parecían chispear mientras me observaba.

—Lo siento tanto, Artemio Pichardo, ¿por qué no me lo dijiste antes? —le preguntó mi padre con remordimientos, paseándose por todo el vestíbulo, nervioso.

—Si acepta el noviazgo entre la señorita Cadavid y yo, creo que todos nos daremos por contentados —aseguró Alfaíth, asumiendo ante mis padres que yo también estaba enamorada de él.

—¡En ese caso, dame un abrazo, hijo! —exclamó mi padre con júbilo, estrechando a Alfaíth—. Nunca creí que esta desatinada alguna vez fuese a tomar una sabia decisión.

¿Una sabia decisión aprobar el falso amor que me prodigaba un hijo del inframundo que ni siquiera sentía contrición en su corazón? Sentí que mi sangre acudía a mis mejillas y que una fuerza incontrolable en mi interior me obligaba a fraguar una diablura. Así pues, aspiré no sólo oxígeno, sino también valor, y dije, aclarándome la garganta;

—Y..., bueno; ahora que ha aprobado nuestro noviazgo, padre, ¿por qué no nos da su bendición?

El rostro estupefacto que adoptó Alfaíth al escuchar mi proposición no tuvo desperdicio. Sus ojos se impacientaron como las olas en el mar. De pronto comenzó a respirar con desesperación en tanto los labios le temblaban por el terror que le había causado mi sugerencia. Su reacción me confirmó que toda clase de signos religiosos iban a perjudicarlo (incluida la bendición que había solicitado a mi padre) porque, como yo adiviné, Alfaíth no pertenecía a la naturaleza de mi Dios.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora