31. GRIGORI

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El mundo se detuvo por un instante. Todo lo que habría esperado que ocurriese en el final de la penúltima contienda había tomado un rumbo distinto. Solo necesitaba llegar a la tumba de mi ángel y extraer su cuerpo, disponer del Mortusermo y jugar la última parte antes de que, si Dios así lo consentía, alcanzásemos la victoria. No obstante, todo había cambiado de un momento a otro.

Las palmas de mis manos me temblaron como si el frío me estuviese embistiendo. Mis labios resecos temblequeaban a merced del terror que se había apropiado de mí. Mi cabello encrespado me cubría parte de mis ojos, y mis rodillas raspadas me ardían con mayor descaro. Una parte de mi denuedo estaba debilitándose: lo único que me mantenía a bordo de aquél horrible barco de desgracias era la mirada de Nachito, que me sujetaba de mi falda mientras sus redondos ojos negros y desorbitados parecían negarse a aceptar que su hermano estaba en el suelo estremeciéndose de dolor en medio de un charco de sangre, muriendo. Se me hizo un nudo en la garganta y ante la falta de una idea mejor extraje sin dilación mi segunda retribución de la noche.

—¡Rebelium Libertate, defirneted, Eleuteria! —grité imperiosa.

Antes de que la moneda rebotara y se sacudiera sobre el áspero pavimento, explotando en una purpúrea masa gaseosa, Alfaíth ordenó a sus tropas la retirada, pues sabía que si uno de los cuatro participantes de las contiendas moría el juego concluiría, (un fracaso que él casi estaba seguro que ocurriría dado lo que le había hecho a Rigo). No parecía querer exponer de manera innecesaria a los adeptos que le quedaban de su secta satánica si su propósito de frustrar el rescate de su hermano Zaius casi era una realidad.

Mientras el maldito les daba órdenes, el resplandor del espíritu guerrero emergió de la retribución. Adiviné que el espíritu era femenino, a juzgar por sus finos rasgos y su largo cabello platinado. Recubierta por una manta traslúcida, Eleuteria se desintegró en el aire en forma de ventarrón tan pronto como le dije «Defiéndeme».

Con su resplandor púrpura cubrió todas las oquedades que había entre los encapuchados de rojo, enterrándose en el pecho de algunos de ellos provocando que se inflaran y reventaran en pedazos. Órganos, sangre y carne llovía de cuando en cuando cada vez que mi espíritu guerrero sometía a uno de nuestros enemigos. Entre la barahúnda del momento no me había percatado de que Joaquín llevaba arrastras al cuerpo de Rigo a dirección de la capilla expiatoria con la intención de protegerlo.

Para donde me ocupa la narración, la serpiente de fuego que nos había circundado ya se había extinguido, el espíritu de Ric había retornado a su cuerpo sin adversidades, y Estrella me sujetaba del brazo (mientras yo lo hacía de Nachito) para dirigirme con urgencia hacia un hueco que había entre los encapuchados por donde, si teníamos suerte, podríamos llegar a salvo al interior de la capilla expiatoria.

Sea por el socorro de la virgen, la asistencia del destino o por el descuido de nuestros atacantes, conseguimos penetrar al lugar sagrado sin contratiempos. Estuve a punto de gritar de alivio cuando Ric cerró las puertas del recinto, mas mi interés por conocer el devenir de mi Intercesor fue superior. Nuestro amigo gemía, temblaba, sudaba frío y respiraba con dificultad. Joaquín se aprontó a encender las lámparas del sitio en tanto Estrella y Ric colocaban al herido sobre una de las bancas.

—Que no me vea así —suplicaba el agonizante con agitación —, que mi niño no me vea así —insistió desconsolado—. Que no me vea morir. ¡Cuídenlo si le fallo! —lloró—. ¡Júrenme que protegerán a Nachito en mi ausencia!

—Respira hondo, hermano, respira hondo —le decía Ric.

Oí que Joaquín le dedicaba unas palabras mientras yo le pedía al niño que se quedara rezando por su hermano lejos de él, junto a la imagen de san Tranquilino Ubiarco. Él obedeció con lágrimas en los ojos. Así pues, corrí hasta donde mis amigos, y cuando los alcancé descubrí que ya le habían quitado la camiseta y que Joaquín le untaba un líquido espeso color plata sobre la profunda laceración, mientras Estrella hacía presión directa para detener el sangrado, una tarea que parecía imposible dada la profundidad. Su ancha espalda se estaba ennegreciendo y llenando de venas como las que el padre Mireles había tenido en la cara la última vez que lo vi.

MORTUSERMO: EL JUEGO DE LOS ESPÍRITUS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora