Ahora era la adjunta oficial de Jesse Miranda. No era para tanto, se suponía que llevaba siéndolo desde su entrada en el bufete, y tampoco podía fiarse demasiado de un hombre que se olvidaba de sus citas con el médico —las del veteriario no, curioso cuanto menos—, pero... No le iba a hacer daño ilusionarse, ¿verdad? Si resolvía aquel caso con éxito y demostraba que podía manejar al cliente, ya podría empezar a trabajar de manera independiente. Y de ahí, ganaría experiencia y una cartera de contactos suficiente para irse de allí y levantar su propio bufete. Pensaba seguir los pasos de Caleb Leighton y hacerlo antes de los cuarenta, ser ese cerebrito campeón que se hacía famoso en toda la ciudad por haber conseguido lo que todo el mundo en menos tiempo.
Mientras fantaseaba con su proyecto futuro, escaneó el documento. Lo guardó en el escritorio sin ponerle título y se apresuró a abrir el correo para mandárselo antes de que se distrajera con alguna mosca traicionera. Era sorprendente que Jesse Miranda fuese abogado cuando parecía un crío friki con déficit de atención, y que hubiera alguien interesado en que le defendiera cuando todos los Funko Pop de los personajes de Juego de Tronos decoraban su estantería.
Adjuntó el documento «Sin-título-1» y envió después de teclear un comentario profesional. Una cosa era que tuviera fantasías con él. Eso era lógico: después de tantas novelas de líos entre jefe y secretaria —que quede entre vosotros y yo que Lea lee ese tipo de cosas—, parecía una obligación querer tirarse a la cúspide de la pirámide jerárquica si tenía menos de cuarenta y cinco años. Pero de ahí a coquetear con él, a seguirle el juego o a ser simplemente simpática había un trecho. Y no, no era nada malo echarse unas risas con los compañero de trabajo. El problema era que Lea no acostumbraba a reírse con nadie, así que cuando lo hacía, debía encargarse personalmente de llevar en el bolso el mando teledirigido con el botón «auto-destrucción». Por si la cosa se ponía fea, y siempre se ponía fea... No fallaba: se pillaba de cualquier persona que le sacara una sonrisa. Por eso y por su falta de sexo había llegado a pensar que le ponía Shanghái. Gracias al cielo la conocía cuando acababa de levantarse, y no era por ser mezquina, pero seguir queriendo a Shan a las siete de la mañana era más difícil que bautizar a un gato.
Cerró la página de hotmail —¿por qué lo habrían llamado «correo caliente»? ¿Es que nadie pensaba en los niños... O es que ella estaba muy salida?— y fue a borrar el documento del escritorio. Frunció el ceño al ver dos con un nombre similar y los abrió. Uno de ellos era la exposición de los hechos del representante. Otro era...
—Merde —masculló, abriendo los ojos de golpe—. Merde, merde, merde...
Se levantó sin saber muy bien por qué y revisó a toda pastilla que había enviado a Jesse lo que esperaba, y no una descripción tórrida de cuánto le gustaban sus tetas. Para sí misma recitó alfabéticamente todas las palabras malsonantes que conocía, quedándose en blanco al abrir el documento adjuntado. «Voy a follarte», decía Jesse ficticio. «Voy a matarme», pensó la Lea real.
—No puede ser —musitó, mirando fijamente la pantalla—. Dime que no es verdad. Je t'en prie... Joder.
Levantó a cabeza del desastre, a tiempo para ver pasar a un grupo de recién graduados que miraba alrededor como si no hubiesen visto un pasillo en su vida. Lea reconoció sus identificaciones: los aspirantes a junior. Torció la cabeza hacia el despacho de Jesse. Lo cazó animando a pasar a un chico alto y desgarbado. Entornó los ojos y se aseguró de que el portátil estaba cerrado: lo estaba. No había visto el email aún, y si ella podía evitarlo, nunca llegaría a verlo.
Lea salió del cubículo pensando en toda clase de excusas. ¿Con qué pretexto se llevaba su MacBook Air, es decir, su posesión más preciada, y cotilleaba su correo para borrar el relato erótico? Tal vez le dijese que quería comprarse uno y necesitaba trastear para ver cómo funcionaba el procesador. O podía tirarlo al suelo sin querer, saltar sobre la tapa también sin querer, hacerle un placaje con codo de por medio, caérsele una cerilla encendida... Si aún se usaran cerillas. Ni siquiera fumaba para poder arrojar un mechero. Tampoco era creíble. ¿Qué otra forma había? ¿Pedirle educadamente que borrase el documento porque se había equivocado? Eso solo le daría más motivos para leerlo. ¿Y si le echaba la culpa a alguien? «Mira lo que he encontrado, Jesse: Janet se masturba pensando en ti». Sí, claro, y en ficción se llamaba Lea. Qué casualidad. «En realidad, Janet fantasea con nosotros follando. ¿Qué te parece? Una locura, ¿eh...? Qué poca profesionalidad...»
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Desatar a la bestia
RomansaHay hombres que no creen en el amor a primera vista... por eso hay que pasar por delante unas cuantas veces más. Todos en Leighton Abogados coinciden en que Lea Velour sería la letrada más destacada del bufete si su jefe no insistiera en tratarla co...