Capítulo 3.2

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—¿Qué hace usted aquí? —preguntó, mirándolo con los ojos abiertos de par en par. Eran grises, ya no tenía ninguna duda. ¿Cómo no se había dado cuenta? Era un hombre observador.

—Tranquila, no voy a decirle a nadie que lo que acabas de robar puede estar perfectamente valorado en cien dólares.

Galilea volvió a ruborizarse. Le hizo gracia su reacción. Habría sido imposible cazarla en un momento de debilidad en la oficina, tanto que parecía una mujer totalmente distinta. Y no solo porque estuviera asustada, inquieta y cabreada, todo lo expresiva que no era en el trabajo, sino por el interesante vestido que se había puesto para sorprender a su cita. Una lástima que él hubiera sido mejor ladrón que ella robándosela.

—N-no acostumbro a coger lo que no es mío, esto ha sido s-solo porque... Estaba mosqueada porque llevo c-cincuenta minutos esperando, y valoro m-muchísimo mi tiempo. Ni siquiera me han ofrecido pan —espetó, mirando con el ceño fruncido a la pared. Aparentemente cualquier cosa era más atractiva que el propio Jesse, repantigado en la silla como amo y señor del universo y la situación. ¿Quién decía que no lo fuera?—. Espero que no haya detector de metales a la salida.

—Solo hay un hombre muy desagradable que no sabe que el cliente siempre tiene la razón, pero no te preocupes: yo mataré encargados de restaurante por ti.

Galilea no se rio. Nada fuera de lo común. Cuando entró, Jesse intentó hacer buenas migas con ella con su humor de siempre, pero ella no se molestó en aportar una sola carcajada. Era de esas estiradas aburridas que pensaban que afrontar el trabajo con cara de palo daría mejores resultados, cuando en su humilde opinión —que era la mejor opinión—, decir los «buenos días, mundo» de Rosana con una sonrisa ya era un beneficio en sí mismo. De todos modos, y por muy buena que fuese alentándolo a dejar de hacer el pardo, Jesse no se dejó desanimar.

—No sé cómo es posible que esté aquí —le interrumpió ella—, p-pero estaba a punto de irme porque mi... amiga al final no ha podido venir, y no soy ninguna fan de comer en público, así que... Me alegro de verle y felicito su buen gusto eligiendo restaurantes... Pero me vuelvo a casa.

—¿En serio? ¿Después de cincuenta minutos esperando y una excusa pelirroja tan sexy no te vas a dar el festín de tu vida? Y no me digas que tu amiga te ha dejado tirada. Debe ser una muy mala amiga, además de una amiga con placa de policía y rabo entre las piernas.

«Nunca sabes cuándo dejar de hablar de rabos». Mereció la pena. No reprenderse interiormente, sino haberlo soltado de esa manera. Galilea apretó los labios y se envaró, muy ofendida porque la hubiera descubierto. Tenía una forma muy graciosa de intentar recuperar la compostura.

—No sé de qué me estás hablando.

—Esa es una frase muy recurrente en el cine, aunque ahora solo me viene a la cabeza el «¿me estás hablando a mí?» de Taxi Driver. La mejor de De Niro en mi humilde opinión, pese a que Enamorarse fuera doblemente adorable gracias a Meryl Streep... Vamos, Galilea, los dos sabemos de lo que hablo —cambió de tema—. Y no voy a permitir que me quites ese placer, porque normalmente, ni yo sé lo que digo, ni lo sabe el que me escucha. No sé si te habrás dado cuenta de que hablo muy rápido y me enredo a menudo. —Sonrió ampliamente al ver que se sonrojaba otra vez—. Pero bueno, los distribuidores del rubor deben estar forrándose, toda una empresa en auge gracias a la señorita Velour.

—No tengo tiempo para esto —insistió, ciñéndose el bolso al hombro.

Jesse comprendió en su lenguaje corporal que no tenía ninguna prisa por irse, aunque su cara dijera lo contrario. El diablo sobre su hombro le dio una palmadita alentadora. Esa mujer no sabía con quién estaba jugando, y aparentemente, él tampoco supo nunca con quién trataba. Le intrigaba por qué seguía allí cuando el palo que tenía metido por el culo a esas alturas ya debía haberle perforado un pulmón.

Desatar a la bestia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora