Capítulo 2.2

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—Necesito que hackees un correo electrónico.

—¿Me estás jodiendo? ¿Acabo de dejar la partida de rol más interesante de la historia para jugar a piedra, papel y tijera? Lea, hasta tú puedes hackear un correo electrónico.

—Pues si es tan fácil, hazlo y vuelves a tu partida de rol.

—Lo que no entiendo es cómo coño puede guardar relación un correo electrónico con nuestra casa. ¿Le has mandado al casero un virus? O peor: ¿una de esas cadenas de «si no la reenvías, morirás? Porque si eres esa clase de persona prefiero vivir en la calle a compartir contigo mis cereales.

—¿Puedes por favor centrarte? Tengo cuarenta y cinco minutos para lograrlo. Me he equivocado enviando un email y si la persona a la que lo he mandado lo ve, probablemente me eche.

—¿Qué? Lea, cuando te dije que tenías que decirle que te respete, no me refería a que le llamaras cabrón a través de Internet. Esas cosas se hacen a la cara.

—Y lo hice a la cara —repuso, histérica—. Shan, por favor, déjame hablar por una vez en tu vida: debes meterte en su correo y borrarlo antes de que lo vea, ¿me entiendes? No solo me despedirá, sino que seré el hazmerreír. Jesse Miranda no es muy discreto cuando algo le hace gracia, o cuando algo le molesta, ocuando algo le humilla... Y no sé cómo se lo tomaría, pero no quiero averiguarlo. Por fin me considera su adjunta y no puedo cagarla. Shan, te lo ruego...

—No tienes que rogar. Vivo de gorra en tu casa, tardaré seis minutos y mi ego está tan jodido a estas alturas que tus súplicas no me harían sentir valorada. Voy a hacerlo.

Lea suspiró profundamente. Había adelgazado más kilos con esas tres palabras que saliendo a correr durante un mes.

—¿Necesitas algo?

—Sí. ¿Sabes de algún ordenador que Miranda haya utilizado para usar el correo? No hace falta que sea el personal.

—Eh... Creo que sí, en la biblioteca. Sí, de hecho, sí. ¿Qué quieres que haga allí?

—Enciéndelo. Primero vas a tener que decirme qué modelo es y cuál es su sistema operativo. Y luego me describes el administrador de utilidades. Sería más fácil hacerlo desde allí, no tendría que hackear un ordenador entero —bufó—. Pero no me fío de ti, seguro que acabas armando una buena. Venga, dime lo que te he pedido y dame unos quince minutos.

Lea fue obediente. Lo de tener paciencia ya lo hizo peor. Se quedó delante del ordenador que Jesse había utilizado una de las muchas veces que se olvidó el suyo en casa, como si esperase que en la pantalla apareciesen las palabras «tu culo está a salvo», y apretando el teléfono contra la oreja sudorosa. Más le valía aprender la lección: no volver a escribir ninguna historia subida de tono. Bueno, no lo haría en el trabajo. Y no pondría «Lea». Quizá usara a Janet. Sí, así podría inculparla en el futuro. Un crimen perfecto.

—¡¿En serio?! ¡¿El documento que querías que borrase era puto porno escrito?! ¡¡¡¿Contigo de protagonista?!!! ¡¡¡CON EL JODIDO JESSE!!! —gritó Shan exactamente diecisiete minutos después—. ¡¡NO ME LO PUEDO CREER!! ¡¡TE QUIERES TIRAR AL TIRANO DE TU JEFE!! Odio a las mujeres —escupió, bajando el tono de golpe. Lea podía imaginársela negando con la cabeza—. En serio, aún no entiendo cómo os gustan los cerdos que no os valoran. Santo Dios... ¿En serio sueñas con que te coma las tetas? Qué poco imaginativa eres, Lea.

—¡Pero no lo leas! —protestó, con las mejillas coloradas.

En realidad eso era lo de menos: claro que protegía con celo sus fantasías. Era lo único con lo que se evadía y podía ser algo más que la empollona. Sin embargo, Shan acababa de salvarle la vida. Le perdonaría cualquier cosa.

Desatar a la bestia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora