Capítulo 3.3

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—¿No se supone que te parecen ridículas? Si la respuesta es no, da igual, a mí me lo parecen en este caso. Ya lo sé todo sobre ti, llevo año y medio trabajando a tres metros de tu despacho. Podría contestarlas todas yo sin parpadear.

Jesse levantó las cejas.

—Ah, ¿sí? ¿Estás segura de eso? Porque podría tomármelo como un reto y si estuvieras mintiendo tal vez me vengara obligándote a hacer algo que no te gustase.

—Repito: llevo año y medio trabajando a tres metros de tu despacho. No me asusta que me mandes hacer cosas que no me gustan, porque... ¡Sorpresa! Las hago todos los días. Igualmente no podrías pillarme. Todo esto es básico, cualquiera que haya hablado contigo alguna vez lo sabría.

—A ver, déjame echarles un vistazo.

Galilea volvió a inclinarse para buscar las tarjetas en el bolso, y Jesse volvió a echarle un vistazo a su canalillo. No había visto unas tetas como esas en su vida, y no era un gran fan de las mujeres voluptuosas; las prefería más altas que él y estilizadas, pero negarle a la señorita Velour aquello sería un pecado. Al instante recordó el momento que tuvo en el archivo de la biblioteca, cuando Jesse la pilló con las manos donde no podían verse. Le hizo gracia la cazada, pero sobre todo le sorprendió, porque Galilea no era una mujer a la que él imaginase descontrolada en ningún sentido. Y ahí estaba ella, frotándose en silencio delante de una pareja entregada a un polvo calenturiento. No se llegó a poner cachondo, pero ahora que investigaba su escote, se la imaginaba tocando aquel par de brevas con porno de fondo y le escocía la bragueta.

—Aquí las tienes. No vas a poder pillarme —aseguró, mirándolo directamente a los ojos.

Jesse se lo tomó como un desafío, más que como una afirmación, y rozó el dorso de su mano perversamente al coger las tarjetas. Observó que Galilea retiraba el brazo rápido, con un temblor desconocido en la muñeca. De nuevo, muy interesante...

Ojeó las cincuenta preguntas por encima.

—¿Querías conocerlo mejor, o hacerle un test de donante de esperma? Se habría arrancado las orejas antes de que llegaras a la número quince.

—¿Qué más da eso ahora? No ha tenido las narices a aparecer, es caso cerrado. Lo que hubiera pasado o no, ya me da igual.

Jesse ni se planteó decirle la verdad. Estaba borracha y susceptible, en parte por su culpa, y sabía de lo que era capaz una mujer cuando la acompañaba esa adjetivación concreta. Esa noche no iba a hacerse cargo de nada.

—Muy bien, Galilea. ¿Qué sabes de mi familia?

—Tienes dos hermanos aunque con ninguno compartes sangre del todo. El mayor, Marlon, tiene treinta y seis años y su madre es una empresaria de Seattle; el menor, Marc, tiene treinta y tres años y su madre era instrumentista en la orquesta de Miami. La tuya es una puertorriqueña con la que tu padre tuvo un affair. Aparte de latin lover, el Miranda original es el fiscal del distrito. Tienes un sobrino de catorce años que en realidad no es tu sobrino, porque en realidad no es hijo de Marlon, sino un muchacho adoptado por su mejor amiga que tu hermano cuida p...

—De acuerdo, de acuerdo, tienes un diez por esa parte —cortó—. Pero sabrás que eso son tonterías mejores que todo el mundo conoce, ¿no? No sabes quién es la persona que tienes delante hasta que puedes decir cuál es su película, canción y animal preferidos. Y si prefiere la playa o la montaña.

—Estás moreno, así que la playa. Tu canción favorita es Na, Na, Na de My Chemical Romance, o por lo menos la que más reproduces cuando estás de buen humor. Una película que te encanta es la de Harry el Sucio: siempre respondes al teléfono diciendo «alégrame el día» con el acento de Clint Eastwood. Tu animal favorito es tu perro, al que seguramente le pusiste el nombre de un antidepresivo porque piensas que las mascotas son lo que mejor cura la tristeza.

Desatar a la bestia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora