Capítulo 3.4

13.2K 2.6K 402
                                    

Jesse salió escopeteado del restaurante sin soltar a Galilea, que se reía sin parar. La huida frenética le impidió apreciar debidamente el milagro del siglo, pero su subconsciente interiorizó cada carcajada. Su risa era tan contagiosa que Jesse acabó copiándola sin dejar de correr tanto como se lo permitían las piernas y el peso que cargaba. Habría imaginado que le costaría más levantarla, pero era bastante ligera; como para no serlo, cuando debía llegarle por la barbilla. Y eso era ser muy flexible.

—¿No están siguiendo? —jadeó ella.

—No tengo ni idea. Como tuerza el cuello seguro que nos caemos. ¿Dónde vives?

—¿Me vas a llevar corriendo?

—Me has dicho que corra y me has llamado Forrest, ¿no te acuerdas de que lo hizo por tres años, dos meses, catorce días y dieciséis horas? Podemos llegar a Tallahassee si me esfuerzo.

—No hace falta, vivo en South Miami. Aun así te queda lejos para hacer toda la distancia corriendo.

Jesse dobló el callejón junto al parking de bicicletas y bajó a Galilea al suelo, sin aliento. Con las prisas no se había dado cuenta de dónde puso las manos, y eso significaba que ahora tenía el vestido mucho más arriba de lo que solían cubrir sus terribles faldas. No quiso prestar atención, pero ella se rio como una borrachuza tontorrona —o como una ladrona en su primer asalto menor— y se sintió un adolescente a punto de dar su primer beso. Acabó echándole un vistazo a sus piernas pálidas. Por alguna extraña razón, sus muslos gorditos le arrancaron una sonrisa imbécil.

—South Miami nos queda a una hora andando. ¿Has venido en taxi? —Ella asintió. Apenas la vio en condiciones; la empujó suavemente por los hombros para ponerla bajo la luz de la única farola que alumbraba la calle a esas horas—. No tienes para el taxi de vuelta, ¿verdad?

Galilea exageró un encogimiento de hombros y se tambaleó hacia delante. Él la sostuvo con una sola mano por el brazo.

—Pensaba que esta noche dormiría en casa del señor quedo-contigo-pero-luego-no-aparezco.

—¿Tanta fe tenías en que te gustase? Vaya, vaya, y yo que pensaba que eras muy exigente...

—No se puede ser muy exigente cuando eres como yo.

Jesse captó unas voces hablando agitadamente, y unos pasos acercándose. «Por ahí», le pareció escuchar. No lo pensó dos veces y giró tirando de la mano a Galilea para pegarla a la pared, cubriéndola totalmente con su cuerpo. Ella se rio otra vez; él se rio también, pero le puso un dedo en los labios.

—Este dedo vale por un «cállate o nos descubren», y por un «cállate y no digas gilipolleces» —susurró. Ella parpadeó como si no se lo creyera—. Bien, estudiemos la situación... Jessica Aranda no tiene vehículo para llegar a casa y no está para fiestas de hora y media andando. Cero dólares en la cartera. Fácil: necesitamos una bicicleta.

—¿Qué? —exclamó sin voz. Su aliento le hizo cosquillas en la yema del dedo, que apartó para dejarle hablar—. No sé montar en bicicleta.

—Yo sí. Por lo que... —Se giró y se dirigió a la zona reservada a la que le había echado un ojo antes—, la pregunta es: ¿eres buen paquete? ¿Sabes mantener el equilibrio?

—Soy bajita, mi eje de gravedad está más cerca de la tierra.

—Esa es la actitud —aplaudió.

La cogió de la mano y tiró hacia ella en dirección a la primera bicicleta que pudo salvar del candado. Fue tan sencillo que masculló una maldición. ¿Por qué la gente no cuidaba las cosas? Así no tenía gracia robar.

Desatar a la bestia Donde viven las historias. Descúbrelo ahora