Las historias tan incautas como lo son nunca llegaron a hablar de ellos, pues no existen. Son quimeras del universo que nunca antes se pudieron imaginar podrían ser verdad. Nunca pisaron la tierra, ni antes ni después de la evolución humana, pero ahí están. Son creadores, domadores, hombres y mujeres de una raza entrañable, única. Nadie pensaría que ellos existen, no después de tanto tiempo.
Una vez, cuando el planeta apenas encontraba pedazos de tierra rojiza para levantarse y los mares daban paso a lo desconocido en sus profundidades, zonas rocosas se alzaron más allá de lo pensado. Se convirtieron en planicies que tocaron el cielo nivelándose hasta las nubes. A tales alturas era poco creíble que pudiera existir vida, pero existía. El aire puro envolvió la superficie y con pequeñas ráfagas creó cuerpos perfectamente humanos, con una diferencia, ellos eran la esencia de la vida: el halito del creador. Sus pieles exquisitamente marmóreas se extendían hasta sus cabelleras platinadas, blancas como ninguna. Sus ojos resplandecientes portaban toda clase de color, sin embargo, el color azul significaba más de lo imaginado.
Hombres y mujeres conocidos como vaennsys, coexistían en aquellas tierras en que el viento no parecía cesar, jamás lo haría. Eran dueños del cielo, por tanto dueños de Caelum, donde su gobernante supremo era la paz personificada: Oris.
La vida en las altas planicies que conformaban ese suelo fértil era tan exquisita como cautivante. Grandes torres edificaban la tierra, creadas del suelo y esculpidas por las brisas del norte, brotadas y fortalecidas con líneas suaves, de encanto natural y pasillos eternos. Cada hombre de las tierras altas vivía en edificios construidos para la permanencia de los mismos. Aparte de ello, los vaennsys gozaban de diversas habilidades, los cuales llegado cierta edad, podrían ser capaces de adoptar, dominar y modificar. Sus ssaimans, sumos sacerdotes de la corte del Velurem, otorgaban a su pueblo la dicha de tal don.
En tal inmensidad nadie imaginaría que algo pudiese suceder. No había enemigos, pues los saukeiss –mortales ignorantes–, apenas trataban de descubrir el universo que les rodeaba. Nada podía tocar tales seres ancestrales a los que, algunas veces, los hombres de Terram les alababan con devoción. Eso es lo que todos imaginaban.
Una niebla lóbrega, sombría como nunca se hubiera visto, se apoderó de Caelum un día. Los hombres temieron, pero Oris los exhortó a usar sus habilidades. No podían temer a la oscuridad, su deber estaba por encima de los temores, por lo que en su juicio como líder debía hacer lo correcto, y lo hizo.
El ejército del Velurem ejerció todo su poder para dispersar la niebla. El viento arremolinó con total intensidad la bruma tratando de recobrar el cielo que les pertenecía. Potentes ráfagas de aire emanaba de los hombres, creando socavones en el vacío donde la luz en cuestiones de segundos se desvanecía cual partículas. Lamentablemente aquello no rindió frutos.
Su cielo se consumía en la oscuridad, los vaennsys absortos solo podían ver. Estaban siendo llevados por el horror. La maldad interpuesta en aquella sábana que ahora les arropaba los arrojó al miedo. Sin embargo, Oris no se rendiría, no después de gobernar por tanto tiempo dando su vida por sus iguales, no le temería a la neblina que los cubría, quitándoles la infinita luz. Con su cuerpo, transparente como el aire, atrajo al poblado grandes remolinos. Llegaban desde el este y el oeste, tan fuertes, escabrosas y escalofriante. Seguramente arrastraban todo a su paso en la tierra de los mortales, pero para él, lo principal estaba en el aire. Cuando los grandes remolinos llegaron a estar cerca de Caelum, Oris los hizo tornarse hacia la niebla.
No había tiempo que perder, los segundos contaba y su pueblo temía en cada rincón en que la niebla, espesa y espeluznante, se introducía. Los podía escuchar, los gritos en el aire, el terror corriendo por la columna de su pueblo. El ejército aun en pánico hacían lo posible, pero aquello tenía manos poderosas. En cuestión de segundo podía ver a los hombres desaparecer, incinerados, llevados al aire para desaparecer como cenizas en la descomunal neblina.
De la gran Bellua comenzaba emerger cuerpos rigurosos, de un matiz plateado con rostros feroces que mostraban cuernos elevados al aire, dientes peligrosos y ojos carmesí. Los adnaratium, como eran conocidos, habían dado con el pueblo que Oris protegía. No podía evitar temer, conocía lo peligroso que eran aquellas bestias, sabía de la destrucción que eran capaces de provocar, pero era el momento de enfrentarlo con todo lo que estuviese a su alcance.
Ambos remolinos, imponentes, absorbían la niebla de la que ningún soplido surgía. Aquel manto enviaba ruinas y adnaratium a diestras y siniestras que, controlados por ella, destruían todo a su paso.
Oris observaba con furia el enemigo más poderoso que alguna vez conocería. Tan desgarrador, capaz de hacer lo inimaginable, pero así como ella, él también lo estaba. Ante ello, ejerció todo su poder. Pedía al viento la fortaleza necesaria para acabar con ella, que la luz, donde sea que estuviera, la atravesara.
Nadie sabe que sucedió el día en que la luz fue absorbida por Bellua. No hay indicios de que Caelum haya sobrevivido a tal atrocidad y pueda que, mientras los mortales no vieran la inmensidad del cielo, nunca sería descubierta la verdad tras aquel evento catastrófico.
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Caelum: El último soplo
FantasyCuando las voces de seres ancestrales llaman a su igual, no hay fuerza que pueda detener aquel sonido. Una nueva era empieza en algún lugar del planeta, más allá del linde de lo impensable. Correrá el viento luchando contra un poder que aclama surgi...