Capítulo 18: Agoney

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Agoney parecía estar dispuesto a encerrarse hasta el día del juicio final. Siendo precisos, hasta al día siguiente, cuando le obligaran a luchar a muerte contra otras veintitrés personas. Sin embargo, sabía que no era posible, que esa misma noche tendría que enfrentarse a todo de lo que en ese momento quería huir.

La única manera que conocía para llegar a su planta era el ascensor. Ese ascensor donde almacenaba demasiados recuerdos. Aun así, no fue el chico rubio el que asaltó su mente esa vez, sino que aparecieron la pareja del Distrito 10, Alfred y Amaia.

Agoney era consciente de que se les había insinuado y él llegó a pensar que eran lo suficientemente atractivos como para hacer lo que les estaban pidiendo sin que le resultara repulsivo. Sin embargo, los dos hombres, que habían querido llevar a cabo lo que su subconsciente más oscuro se había planteado, desencadenaron en Agoney inseguridades.

Si a una parte de él no le importaba hacer lo que le pidieran Alfred y Amaia, ¿por qué no iba a aceptar a la pareja de hombres? Agoney conocía los beneficios que podría sacar de ambas situaciones.

No fue hasta que los ojos color miel se encontró con los suyos, con la mano extendida hacia su cuerpo, que no salió de su ensimismamiento. Le había hipnotizado el movimiento constante en su pierna de uno de los Javis, el que su mentora había nombrado como Calvo, y Agoney se había quedado estancado en ese pensamiento.

El comedor estaba tan vacío que parecía que acababa de entrar en un mundo paralelo en el que solamente quedaba él y las personas que decoraban la pared. Por un segundo, se tomó un tiempo para sentir cómo se escapaba entre sus dedos. Al estar solo, parecía que éste transcurría mucho más despacio. Los brillantes ojos le devolvieron la conexión con el paso real del tiempo.

— Traedme algo de comer a la habitación —ordenó a los avox y le dio la impresión de que su voz resonó por el lugar.

No tenía ganas de estar en la misma habitación que las personas que lo infravaloraban, pero no era tonto. Sabía que era el último día que iba a comer lo suficiente hasta acabar saciado. Agoney era consciente de que los profesionales se quedaban la Cornucopia y, con ella, toda la comida que les proporcionaban, pero, tras su puntuación, el tributo del Distrito 4 no estaba seguro de que no le quisieran echar de la alianza.

Si intentaba quitarse de la mente ese problema, resurgía otro en su lugar: Agoney tenía claro que la puntuación era tan baja que nadie en su sano juicio querría patrocinarle.

Se quería tirar de los pelos. Tenía la impotencia a flor de piel y el nudo de la garganta se le había transformado en una presión en el pecho. Necesitaba llorar. Necesitaba dejar salir todo lo que tenía dentro. Desgarrarse para poder volver a levantarse.

Agoney entró en el cuarto de baño sin un objetivo fijado. Buscó desesperadamente cualquier cosa con la que pudiera hacerse un corte en la piel para dejar salir por alguna parte su ansiedad. Quería hacerse daño. Ese pensamiento solamente consiguió frustrarlo aún más, puesto que esa habitación era tan blanca y tan pura como todo lo que le rodeaba. Parecía que era imposible encontrar algo con lo que saciar sus ansias.

Le pegó un puñetazo a su propio reflejo. El cristal parpadeó y Agoney descubrió que era otra pantalla electrónica. La mano acabó un poco menos entumecida que su mente.

No pensaba con claridad. Agarró sus propios brazos y se clavó las uñas mientras un grito salía de su interior, acompañado de lágrimas bañadas de rabia.

No reconoció el reflejo que le devolvía la mirada y, si él mismo no sabía quién era, mucho menos lo haría su familia. Se separó de él mismo y se dio cuenta de que no sangraba, puesto que solamente se había arrancado la primera capa de piel, que había quedado atrapada debajo de las uñas.

Ganar el juego sin ti (Ragoney)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora