Carta a tu extralimite

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Todo vuelve a empezar... Como cuando una secuencia se repite sucesivamente en la memoria, como tu película favorita.
El septiembre pasado creí que todo lo que alguna vez te escribiría sería una desgarradora idea de amor de lejos, de amor salvapantallas, o al menos unas lacónicas oraciones que bastarían para sacarte de la prehistoria, y desenvolverte de esas llamas creadas con el fin de carcomer tu burda forma de querer. Eso que te había tocado y de lo que no podías huir, todo eso que juré destruir.
Pero no fue así como se dio nuestro cuento, porque no fue así como prometiste cuidarme.

Me sentenciaste a un preámbulo tan eterno para mí, y tan histérico para vos, arrebatándome todo eso idóneo para decidirse; entonces sentí que algo en mí se profanaba, y me sumiste en desesperación en mi propia cama.

Yo en pausa y desapegada de tu sombra,

vos trepando por mi espalda,

subiendo por mi pecho.

Muy rápido y encima de mis calles,

como andando en silencio,

ardiendo por los suelos.

Hasta que los monólogos se volvieron constantes.

Yo pensaba la fugacidad atenuante de tu rastro, para terminar al lado tuyo con ganas de llanto; me agarraste fuerte del alma, me disfrazaste de juego, y permanecimos inmóviles por un breve momento, estáticas ante la luz que pretendía entender el porqué.

Todo se tiñó de gris, y yo, preparada para despistar, esta vez no pude ocultar mi angustia.

Un poco más tarde te vi mirándome,

como adentrándote en mi alma,

como corriendo por mi cuerpo.

Casi cerca de mi aliento,

como rozando mis pestañas,

rasguñando consentimiento.

Y me absorbiste como un agujero negro.

Tres cigarrillos después,  yo corriendo por la ciudad como un nene.

Hoy creo que nunca antes supe de dificultades hasta el día en que simulé conocerte, ni de fortalezas hasta que supe que quería irme pero no podía, porque eras vos quien debía irse.

Supe que erradamente te quería el día en que decidí volverte letras, ahí entendí qué tan real era esa situación perdida de antemano, contra los poderes que quién sabe quién te había adjudicado.

Y nunca más dijimos nada.

Si levantas tu bandera reclamando un sinfín de momentos, ¿qué levanto yo para reclamarte por todo esto?

Con el peso de tu estima rompo mis costillas, y te digo: andate por completo. Estamos hechas de recuerdos que no fueron, ya estamos muy perdidas.

Solamente existe eso en alguna parte de mi, de mi memoria, de mis sensaciones poco asumidas; y es lo único que queda, aunque lo quiera borrar, porque es lo único que diste en el intento de inmortalizar una forma de amar.

Finalmente, acá termina la historia,

y el mito de la revelación

se rompe.

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