Aconteceres

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Siempre evitábamos la mirada porque así creer en el olvido era más fácil, pero la vida se volvía frágil.

Paula no reconocía mis ojos, como si de un desconocido se tratara, y si rara vez chocábamos en los pasillos, susurraba palabras y se iba, y me dejaba con la enorme incertidumbre de lo que debía hacer para tocarla, para amarla. Nunca dio motivos de su huida, creo se escudaba detrás del dolor; y su razón era grande, pero sabía que su corazón más: le rogué una segunda oportunidad. Ella en su costumbre de irse y volver cuando creía que podía convertirse en poesía, desapareció entre la llovizna; me dejó un vacío, sus miedos, alguna sonrisa, un poco de tristeza y hasta lo que sentía; una mirada con ojos opacos de última vez, una caricia fría, un abrazo lleno de dolor y algo de amor.

No quería creer en la despedida, erróneamente me convencía de que habría un regreso. Pero jamás volvimos, jamás volvió la persona que yo había conocido, ni en ella, ni en mi. Nos deseábamos lo mejor desde algún punto lejano, sin miradas de por medio, sin palabras de consuelo.

Queríamos que el tiempo pasara rápido, que se llevara algunos recuerdos, los remordimientos, y a rastras nos traiga serenamiento; y así, alguna tarde, por casualidad (o causalidad), tropecemos con nuestros ojos, nos invitemos a un café, y quizás así, nos tomemos en serio.

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