Prólogo.

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El amor depara dos máximas adversidades de opuesto signo: amar a quien no nos ama y ser amados por quien no podemos amar.


Miraba las turbias aguas del lago como quién no quiere la cosa, permitiendo que el azul de sus ojos se perdiera entre el azul de la gran cantidad de líquido que frente a ella se extendía. Innumerables suspiros se escaparon de sus labios al mismo tiempo que una rosa tan roja como su cabello pasaba entre sus dedos, pero la muchacha no se inmutaba, ni siquiera cuando una espina le pinchó. La fresca brisa le erizaba la piel y movía hasta la más alta copa de los árboles que rodeaban el lugar, sin embargo, parecía no notarlo. Se mantenía sumergida en un torbellino de pensamientos, ajena de lo que a su alrededor sucedía.

No era extraño para los demás el verle sola a orillas del lago, sumergiendo sus pies descalzos en el agua con la vista perdida en algún punto desconocido, más bien, era de conocimiento común del castillo las múltiples veces que solía salir al exterior para despejar su mente. Pero en esa ocasión, algo parecía ser distinto...

Delgadas y finas lágrimas brotaron de sus ojos, rodando por sus pómulos y encontrando la muerte en sus rojos labios, los que se abrieron apenas sólo para dejar escapar un sollozo, al que le siguió otro. Y otro. El llanto comenzó, y se vio obligada a llevarse las piernas al pecho, a esconder su cara entre sus brazos. "¿Cómo pude ser tan idiota?" Se la oyó murmurar, mientras una avalancha de suspiros y sollozos no acababan de brotar.

El abrumante sol de principios de Junio golpeaba su nuca, creando reflejos dorados en la cabellera color fuego. La clara tez de sus hombros enrojecía de a poco a causa de los fuertes rayos solares que chocaban con su cuerpo, probablemente al día siguiente habrían quejas del dolor de algunas quemaduras en la piel, además de las miles más que soltaría al ver el incremento de pecas en su hombro, pecho, espalda, rostro.

Un tentáculo se asomó por encima de las aguas, atrapando así a un cantor colibrí que sobrevolaba la superficie del lago, asustando a una pareja que pasaba por ahí tomada de la mano. Un anaranjado gato escapaba del castillo en busca de un verrugoso sapo que huía de él. Algunas nubes blancas cubrieron el sol por algunos minutos, para luego seguir su camino a través del cielo.

Era un perfecto día de finales de primavera. De esos días que solía esperar todo el año.

Sin embargo no parecía disfrutarlo. Ensimismada en su llanto no le prestaba atención a nada ni a nadie, ni siquiera a los alumnos de primer año que con lástima reflejada en la mirada la observaban. Llevaba semanas actuando como si nada, esbozando falsas sonrisas que al resto convencía, "Las mujeres sufrimos en silencio, en el interior, porque nos mantenemos siempre dignas en el exterior" Le había dicho alguna vez su madre, que la había visto llorar a escondidas entrada la noche.

Pero como cualquiera, tenía su tope, el que había superado hace ya muchos meses atrás. Sin embargo siguió, con la misma maldita sonrisa pegada en su rostro, sufriendo en silencio la culpa de sus errores. Porque había sido ella, y sólo ella, la causante de tantas enemistades, de tantas amistades rotas.

Había sido la manzana de la discordia entre las personas que amaba.

Tantos años de esfuerzo por crear la imagen de chica perfecta. De belleza inalcanzable. De femme fatale. Tantos años de reputación y respeto lanzados a la basura solo por un simple arranque de hormonas, por el cual ahora se veía dividida en dos.

Cada uno un sentimiento. Cada uno una emoción distinta. Su alma le pedía a gritos, haciéndose oír entre su llanto y sus latidos, que tomara una decisión.

Una decisión que no estaba preparada a afrontar.

— ¡Rose! —. Se oyeron llamados, sobresaltando a los pocos alumnos que afuera quedaban para el atardecer —. ¡Rose Weasley! —. Los gritos cada vez más cerca, acompañados de un par de pisadas que corrían en su dirección.

¿Con quién te vas, Rose?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora