Bandera Negra

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El sonido del disparo solo la llenó de adrenalina en lugar de asustarla. Una carcajada audaz escapó de sus labios y acomodó su botín sobre su hombro, manteniendo su mano firmemente cerrada sobre una de las partes más valiosas del mismo.

- ¡Podríais por lo menos quitar vuestra mano de... ahí! –lo escuchó jadear, luchando por soltarse.

- Le recomiendo, capitán Shortman, que os mantengáis bien quieto o en lugar de mi mano, será el suelo el que toque vuestras posaderas. –bromeó, llegando justo al borde del tejado y sin perder el impulso saltó del mismo hasta el siguiente tejado.

¡Estas eran una de las cosas que adoraba de Kingston! ¡Sus estrechas calles que dejaban los techos unidos entre sí! Kingston era una de las colonias británicas en el Nuevo Mundo e indudablemente tenía su encanto. En los últimos meses la había visitado con constancia y la reciente razón estaba echada sobre su hombro, con sus pies amarrados al igual que sus manos, vestido vergonzosamente con su pantalón de dormir color blanco, hasta los tobillos y nada más.

Oh... ella se había asegurado de que fuese nada más.

Pero ¿Quién podía culparla? En 1715 no existía otro tesoro más esquivo que el capitán Arnold Shortman, delegado de la naval inglesa en Kingston con veinte años de edad y la sangre noble corriendo por sus venas.

Por eso era divertido secuestrarlo...

Otro disparo la hizo soltar una carcajada y no detuvo su carrera, sintiendo el delicioso aroma salino del puerto y supo que se acercaba al hogar. Ahí estaba su preciosa Aura lista para zarpar, uno de los bajeles más veloces que existía en las Antillas Británicas.

- Vuestros soldados no parecen temer darle un tiro a su capitán. –comentó casualmente Helga, deteniéndose abruptamente al ver la calle bajo sus pies llena de hombres armados.

Pero eso no la desanimó, siguió el camino lateral, sin aminorar su marcha.

- Mis hombres tienen excelente puntería, señorita. –le respondió Arnold, frustrado- Sois vos quien está en peligro ¡Dejad esta tontería!

Ella soltó otra carcajada cruel, deseando mirarle el rostro cuando había dicho eso. En serio ¿Señorita?

- Creo haber demostrado en más de una forma en vuestra cama que señorita es algo que no poseo, capitán Shortman. –y cerró con más seguridad su mano sobre el firme trasero masculino.

Lo sintió dar un respingón y pudo jurar que estaba completamente rojo pero mortalmente silenciado. Le gustaba así, mucho más dócil para el final de la carrera a su nueva vida.

Porque Arnold no era un capricho temporal. Helga lo conocía desde la temprana infancia y había jugado con él en las costas inglesas como dos inocentes niños de buena cuna. Pero ella había terminado en el mundo de la piratería y él había seguido su destino militar. Cuando lo había encontrado en Kingston no había podido detenerse y lo había seguido entre las sombras. El destino había hecho que su tripulación y ella hubieran decidido tomar suministros de Kingston dado su rugiente inicio como ciudad comerciante. Pero nunca pensó que mientras dejaba a sus hombres llenar las bodegas con alimentos y agua para luego retirarse a los burdeles a desahogar su energía, ella encontraría algo mucho más importante.

Cuando vio a Arnold caminar con su comitiva se le quedó el aire en el pecho volviéndose pesado y cálido hasta casi quemarla. Por primera vez se sintió ahogada y descubrió que eran por cientos de emociones y un calor bajo su piel. Aunque una peluca blanca tapaba su cabello, sabía que era él, la forma de su rostro, la manera de caminar y su esmeralda mirada habían sido perpetuas en su memoria. Aun en los tiempos más difíciles. En ese momento Helga se descubrió incómoda con su ropa ciudadana, aquella que solo usaba en tierra firme lejos de los muelles. El vestido que usaba era pasado de moda, muy ancho a los costados y las mangas llegaban hasta sus dedos. Las otras mujeres usaban vestidos más ligeros, en tonos pasteles, con mangas ajustadas hasta sus codos y escotes más sugerentes con encajes blancos. Nunca antes le había importado la moda, pero cuando vio a las mujeres que rodeaban a Arnold, todas ataviadas con sus mejores galas, se sintió simple y falta de gracia. No ayudó que él estuviese llevando del brazo a... un lastre, de preciosa piel blanquecina y el más bello vestido, sonriéndole con afecto casi infantil y tan bien cuidada. Helga tenía la piel dorada por el sol y sus manos estaban hechas para el trabajo duro y el manejo del letal mosquete. No para meterlas en guantes de seda.

What if...? [Cómame señor lobo] «Hey Arnold!»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora