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Capítulo 1

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En mi tierra suelen decir que no hay mejor etapa que la adolescencia, que es ahí donde las preocupaciones parecen darnos un descanso, donde guardamos los recuerdos más significativos de la vida, esos que nos dan esencia

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En mi tierra suelen decir que no hay mejor etapa que la adolescencia, que es ahí donde las preocupaciones parecen darnos un descanso, donde guardamos los recuerdos más significativos de la vida, esos que nos dan esencia. De verdad esperaba que estuvieran equivocados, porque si esa era la mejor no podía esperar entusiasmado la continuación.

No estaba preparado para tantos líos, ni siquiera me creía capaz de poder sobrellevar los que en ese presente me atormentaban con tan solo diecisiete años. Mamá tenía razón, era débil para enfrentar las situaciones complicadas, huía de todo aquello que significara peligro.

Quizás por eso aquella tarde volaba para llegar a tiempo a casa, sabía que no me libraría de sus reclamos, pero debía intentar no retar tanto su carácter, que no se caracterizaba precisamente por ser apacible.

Me había quedado hasta tarde en el colegio entretenido por una charla con Bernardo, mi mejor amigo, olvidando por completo que me había pedido que llegara temprano para ayudarla en casa mientras ella llevaba las artesanías a la tienda del centro.

Tenía razones de sobra para estar molesta y yo para haberme quedado perdido con esa conversación, pero a esa edad y con las cosas como estaban, ni ella, ni yo, lo habríamos entendido.

Para mi pesar cuando los nervios me invadían no era capaz de tomar buenas decisiones y mucho menos mostrar alguna habilidad, de las pocas que poseía, una excusa perfecta para que las ruedas de la bicicleta se atoraran cada tanto en la húmeda arena y tardaran unos segundos antes de reiniciar la marcha. Vivir a la orilla de la playa tiene tantos beneficios, que solo en momentos de caos uno puede hallarle un defecto.

Ningún argumento me resultaba convincente para justificarme, tal vez si me inventaba algo podía darle vuelta al asunto, pero no serviría de mucho. Era como estar en medio del mar y que lloviznara sobre ti. Si algo ponía más furiosa a mamá era que le quisieran ver la cara.

El nudo que se formaba en mi estómago y mi respiración acelerada, a causa del esfuerzo y la tensión, me acompañaron durante todo el recorrido. Perdí la cuenta de las veces que ese par eran mis únicos amigos.

«Rápido, rápido, rápido».

El sudor caía por mi frente nublándome la vista y el sol brillaba con tanto vigor que no logré quitarme de la cabeza la idea de que me prohibirían ir al negocio. Eso sería una tragedia porque en esa época del año era donde lograba sacar más dinero de las propinas, algo imprescindible cuando le había prometido a aquel monstruito que me esperaba en casa unas galletas de chocolate para el fin de semana.

Rápido, rápido, rápido».

La playa comenzaba a llenarse. El calor hacía imposible mantenerse entre cuatro paredes lo que ocasionaba que la gente abandonara la comodidad del sofá para poblar la zona. En aquel paraíso algunos aprovechaban su momento de descanso, disfrutando y riendo, huyendo de las molestias con una actitud capaz de enterrar cualquier pena. Otros en cambio luchaban con el objetivo de llevar comida a casa, abatidos por el cansancio y la incertidumbre. Todo un contraste tan cerca, a unos cuantos pasos unos de otros.

La chica de la bicicletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora