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Capítulo 2

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Todas las mañanas recorría el mismo camino

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Todas las mañanas recorría el mismo camino. Con los ojos tentados a cerrarse por el eco de las olas arrullándome, escuchando como arrastraba la arena a la profundidad.

Era de los primeros en contemplar el despertar del astro sol. Él era testigo de mi rutina mañanera. Imaginaba que nos parecíamos un poco, ambos asomándonos tímidos para contemplar al mundo. Claro que aquella semejanza se perdía apenas demostraba su poderío. Yo más bien sería un alga, un cangrejo o un caracol, pero no el sol, que para eso está Luis Miguel.

La escasa luz aparecía dibujando una tenue línea que me servía de guía. No era necesario, pero lo tomaba como un regalo de parte de papá.

Conocía la playa mejor que a mí mismo, toda mi vida se hallaba en ese lugar, en aquel paraíso sencillo al alcance de todos. Mover los pies y el viento golpeándome directo en la cara eran el despertador definitivo para mi holgazanería.

Terminando la playa se formaban los suburbios como una inmensa telaraña de la que era difícil salir. Las playas de Tecolutla no eran tan conocidas como las de Acapulco o Quintana Roo, pero tenían lo suyo. Alejados del acelerado progreso, tenía la sensación de que mi localidad era una página intacta que no mutaba con el tiempo, al que no alcanzaban las ideas del exterior, que todo ese aire de peligro era repelido por alguna burbuja imaginaria de costumbre.

Saludé con un ademán tímido de mano a un par de personas que solían verme pasar todos los días mientras ellos echaban a andar sus negocios. A veces me gustaba pensar que les agradaba tan siquiera un poco, o que al menos no tenían tan mal concepto de mí como aquellos que me conocían. En pocas palabras, mientras menos me conocieran las personas más fácil era que me tuvieran aprecio.

Esa mañana el reloj estaba a mi favor por lo que aproveché mi tiempo estacionando la bicicleta lejos de la entrada y la anudé con fuerza a una señal de alto recién colocada. No sabía si estaba prohibido, pero comparando los problemas en la balanza me pareció peor quedarme sin ella que un llamado de atención. Aquel viejo transporte, que me había regalado hace cuatro años mi padre, era mi única manera de moverme sin que primero se acabara el mundo.

Cuando el sonido de la campana sonó todos los estudiantes corrimos para llegar a su salón. O quizás estaba exagerando, porque yo era el único que aceleraba el paso, los demás todavía se daban tiempo de hacer burla del payaso que los esquivaba para encontrar su lugar.

El profesor llegó unos minutos después e inició la clase sin ofrecer ninguna disculpa, pues sabía que aquello era una pérdida de tiempo. Se acomodó el traje y comenzó a charlar sobre álgebra, su importancia en la vida y el uso de ellas.

Nicolás Rosario siempre fue un buen tipo, su labor como profesor se alejaba a los del resto. Él formaba parte del grupo de los que dejan huella, que te impulsan a crecer y marcan el rumbo que tomará tu futuro. Solía decirnos que teníamos talento, que no lo desperdiciáramos, que estábamos hecho para cosas grandes, y aunque al principio no lo entendía del todo siempre traté de creerle.

La chica de la bicicletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora