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Capítulo 13

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Un dueto de Emmanuel y Juan Luis Guerra me acompañó en el paseo entre las mesas buscando los restos de comida para botarlos antes de que otro invitado quisiera ocuparla

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Un dueto de Emmanuel y Juan Luis Guerra me acompañó en el paseo entre las mesas buscando los restos de comida para botarlos antes de que otro invitado quisiera ocuparla. Llevaba entre mis manos una mezcla de vasos, platos a medio vaciar y propinas que guardaría en mi bolsillo apenas tuviera los dedos libres.

Que las nubes poblaran el cielo era una de las razones por las que todos en el local disfrutábamos de una paz acogedora. Solo había un trío que fueron despachados con prisa. En realidad, las personas que se mantenían habían usado como excusa el lugar para perder el tiempo, habían vaciado los recipientes hace un buen rato.

Cuando crucé la barra pensé qué podía hacer entre dos opciones. Era un buen momento para aprovechar la calma y eliminar la pequeña pila de trastes sucios que de hallaban en el fregadero, una razón válida para esquivar la segunda opción.

Tal como hace unas semanas Isabel siguió presentándose en el local con regularidad. Sus estadías no duraban más de una hora, pero en ocasiones su visita se extendía dándome la oportunidad de acercarme a charlar. Si a eso se le puede llamar charlar. Se trataba más bien un intento penoso de interacción en el que mi don de palabra terminaba después de las típicas preguntas de inicio.

¿Cómo estás? ¿Qué haces? ¿Soy yo o el clima está raro?

Empezaba bien, pero después las frases se negaban a escapar con naturalidad y cuando lo hacían rara vez salía algo interesante.

Por fortuna Isabel siempre fingía ignorar mis errores o mi humor sin sentido e intentaba sacar temas de conversación que me relajaban un poco. No sabía cómo creaba tantas ocurrencias, pero disfrutaba de su habilidad para tomar un hilo suelto y tejer una charla en un minuto.

Y aunque era consciente que era imposible que al día siguiente mi capacidad para entablar una conversación mejorara siempre corría el riesgo de sentarme a su lado después de unos minutos de negación. Ese día no fue la excepción, ahí estaba yo repitiéndome que sería un desastre, pero marcando mis pasos justo a donde ella se encontraba.

El tema de hace unos días se había disuelto como una gota de jabón en litros de agua. Nunca lo tocamos de nuevo porque no había mucho que agregar. Esa era la excusa que usaba para no aceptar que me faltaba el valor para decirle lo que provocó.

La plática seguía dándome vueltas.

Intentaba convencerme de que no había nada ahí, pero dentro de mí sentía que avanzábamos un poco. No sé a dónde, no sé para qué. Sin embargo, de un día a otro Isabel formaba parte de mi vida y no quería que las cosas cambiaran.

La morena tenía sus ojos clavados en las letras de un cuaderno, parecía estar concentrada, siempre que su cerebro se ocupaba hacía un mohín con sus labios que se alineaban como una regla.

Me planteé la posibilidad de no interrumpirla y volver más tarde, pero como si poseyera un sensor reparó en mi presencia y levantó su rostro para mirarme directo a los ojos. Esa era una de las cosas que me ponían más nervioso, Isabel siempre me sostenía la mirada con una fuerza que me hacía sentir débil.

La chica de la bicicletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora