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Capítulo 10

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El motor de la camioneta se apagó cuando Damián terminó de alinearse junto al resto de vehículos a las puertas del lugar

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El motor de la camioneta se apagó cuando Damián terminó de alinearse junto al resto de vehículos a las puertas del lugar.

Desde la distancia se podía suponer la ubicación exacta, el grupo de personas que entraban y salían, el sonido de la música filtrándose aun las ventanillas estuvieran arriba, las llamas de las antorchas al costado de las puertas. No se necesitaba ser muy listo para darse cuenta de que la familia de Isabel había echado la casa por la ventana para festejar el cumpleaños de su única hija.

El chillido de las bisagras y la corriente del aire colándose al interior me indicó que era momento de salir del vehículo. Por un momento el pensamiento fugaz de volver reapareció en mi cabeza, pero le había prometido a Isabel que iría. Y quién sabe, tal vez esperaba verme por ahí, o quizás no. Nunca lo sabría si seguía encerrado.

—Vamos, Lucas, apúrate. —Me habló Damián desde el otro lado de la ventana—. ¿Te vas a quedar aquí para siempre?

Eso quisiera.

—Y no te olvides del regalo.

—¿Tú crees que es una buena idea?

Damián era la única persona, además de Isabel, que conocía. Necesitaba un consejo, lo que menos quería era arruinarlo.

—Claro. Vente ya. —Palmeó el vehículo antes de alejarse, esa era la señal para salir y alcanzarlo.

El primer filtro era pasar por el cúmulo de personas que fumaba en el exterior, estar al lado de Damián era mi excusa para pasar desapercibido. Eso era un alivio, estar cerca de alguien con tanta luz te quita la obligación de ser un faro.

Escuché a Damián saludarlos a distancia logrando que repararan en mi presencia, una risa se extendió de punta a punta del grupo.

—Damián, trajiste a tu primito.

Mayela era la chica que habló primero. Su cabello rojo se perdió entre las luces que el fuego a su espalda proyectaba. Era gracioso porque éramos compañeros desde hace años, quizás dos o tres, pero para todos era el primito de Damián.

Lo vi darle la mano a cada uno de los presentes, quise hacer lo mismo pero me eché para atrás. Desempeñé mi papel de estatua a la perfección.

—Lo invitó Isabel —les contó con gracia el chisme. Sus miradas adquirieron un brillo peculiar, le dicen curiosidad. Traté de embozar una sonrisa cuando me preguntaron si era verdad. Nadie podía creerlo.

—Así que Isabel te invitó. Pues, tiene lógica, invitó a casi todo mundo.

—¿Eso qué es?

Estrujé en mis manos el papel antes de comprobar que las miradas recaían en él. La manera en que la sonrisa de Mayela se ensanchó me dictó que me había convertido en el payaso. Si no hablo tal vez pronto me den por muerto y pasen de mí.

La chica de la bicicletaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora