La Mancha

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«¿La ves, puedes ver la mariposa?» dijo mi hermana, señalando la mancha sobre el suelo de madera en su habitación. La pequeña figura se posaba sobre la pata de la cama, sacudía sus inmensas alas mientras se limpiaba las antenas. Ante su sonrisa maravillada sólo podía responder con horror. La taza, la desencadenante de este temor, aún reposa fragmentada sobre el suelo, sin ya ninguna gota del té de manzanilla que contenía.

Enseguida volé al baño en búsqueda del trapeador, pese a las quejas entre lágrimas de mi hermana, refregué con todas mis fuerzas para eliminar aquella aberración de este mundo. Sin embargo, el efecto no fue tan duradero como deseaba, al cabo de unas horas retornó con el doble de su tamaño. Entonces volvía al baño, revolví por doquier hasta hallar la botella de lavandina aún sin abrir. Arrastré a mi hermanita fuera del cuarto y lancé la lavandina sobre el suelo, pude ver cómo la mancha se contorsionaba en dolor. No pude evitar sonreír.

Al día siguiente ella no salió de su habitación en todo el día, no comió, bebió, ni supimos de que fuera al baño. Nuestros padres estaban preocupados y, como fuera de suponer, fue mi deber el desalojarla de aquella trinchera. Toqué a la puerta varias veces sin respuesta, bajo la puerta se filtraban intermitentes brillos de luz por lo cual ella tenía que estar dentro. Tomé carrera y de una patada abrí la puerta, rompiendo una especie de tela que firmemente la retenía.

Una única vela iluminaba todo el cuarto, lanzando débiles rayos al empalidecido y ojeroso rostro de mi hermana, que parecía no haber visto el sol en meses. Divagaba, escupía incoherencias de que aquella mancha de mariposa marchita le hablaba. Encendí la luz y a regañadientes la arrastré fuera de su lúgubre morada. No obstante, era inevitable el asegurarme si eran meras locuras o aún persistía. Tomé otra vez la botella de lavandina para verter un poco sobre aquel cadáver. Y como esperaba, sonreí al ver el nulo efecto.

Esa misma noche, entre sueños, me pareció escuchar la puerta del cuarto abrirse. La madera rechinaba bajo los pies del poco afortunado intruso, cuya identidad podía suponer. Se detuvo frente a mí, viéndome acostado. Deseoso de saber qué quería esperé antes de siquiera hacer algo. Pasaron segundos, minutos, horas sin que el indeseado invitado se moviera; hasta que visualicé, con los ojos entreabierto, el alzar de sus manos con un brillante filo. De repente me levanté, gritando, para intimidarla. Un frío helado recorrió mi espina cuando discerní que estaba solo. Miré hacia la puerta, bajo la cama, en el ropero, pero no había nadie. No podía comprender lo que había ocurrido, estaba completamente seguro de que alguien había entrado. Entonces, ya sea por instinto o a causa de que lo siguiente era inevitable, giré mi mirada al techo y con horror contemplé un oscuro cielo de enormes mariposas que sostenían entre sus alas una filosa cuchilla.

Cuentos del AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora