El Monociclo

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La puerta fue azotada en el instante en que el inspector Montes ingresó bañado en sudor a la estación. Todos se voltearon a verlo con rostros pálidos. La pizarra que debería estar en el centro de las oficinas, o al menos allí era donde Montes la dejó, había sido remplazada por una vulgar escultura de aspecto grotesco.

Montes espetó sin reprimendas: —Ese hijo de puta.

La víctima del caso de homicidio de hace dos días, la señora Gonzales, había sido sacada de la morgue, separada de sus extremidades, su cuerpo arqueado para formar un pseudo-círculo y cosida de tal modo que de figura humana poco reconocible quedaba.

Sus manos nacían como si fueran un par de pedales desde el centro de una rueda, y desde su nacimiento se bifurcaban las pierdas que se alzaban hacia el techo hasta fundirse entre sí. Una aterradora vista que hasta a experimentados oficiales hizo regurgitar.

Montes corre a su despacho mientras reprende a todo el que se cruza por no estar haciendo nada, atorados en el shock. Sin embargo, él sabe que es nada más una pantalla para que no tomaran en cuenta sus incongruentes actos. Una vez allí, observó el maltrecho maletín de cuerpo cuyo seguro estaba abierto.

Tragó saliva incómodo. Entonces cerró el maletín, lo agarró y salió lo más deprisa que pudo, sin importarle si llamaba o no la atención. En su mente se repetía el incesante «esto no debería ocurrir».

Una vez llegó a su auto y tiró el maletín a la parte trasera, respiró en alivio. Aquella cosa la recibió la otra noche de uno de los conocidos del perpetrador del homicidio de la señora Gonzales, Umberto Rodríguez. Pero Montes sabía que era imposible que él fuera quien hizo esta atrocidad, después de todo él mismo lo asesinó el día posterior al crimen.

Con su encolerizada mirada enfrentada en el espejo retrovisor, resurgió en él la liberación que sintió tras jalar el gatillo tantas veces y luego deshacerse del cuerpo en un descampado. Montes no estaba orgulloso de su acto, aunque no encontró remordimiento en su venganza.

—Le dije que no debía mirar —la voz vino del asiento de atrás.

—¡Esto no es como dijiste, pedazo de porquería! ¡Ya me harté de ti, de tener que escucharte todo el tiempo, diciéndome qué mierda hacer!

—¿Y qué vas a hacer? ¿Quién va a creerte? Sólo eres uno más.

Montes hizo una mueca asqueado y respondió: —¿Qué importa? Después de todo ya estoy loco.

Tomó el maletín y salió del auto para abrirlo sobre el suelo a los pocos metros. Dentro, apoyado sobre terciopelo rojo afelpado, reposaba un muy antiguo modelo de monociclo.

—Nunca más —dijo sacando de su pantalón una filosa navaja—. Desmontaré esta puta locura.

Con determinación Montes clavó el filo en la goma del monociclo. Un extraño y repugnante sonido llegó a sus oídos en ese segundo. Entre más movía la navaja al rasgar la goma, su rostro se tornaba más perturbado, el corte irregular y el sudor de nuevo corría por todo su cuerpo.

Una vez su filo volvió al punto donde inició, Montes procedió a retirar la parte superior de la goma. Por vez primera en años, él regaló una sonrisa salida de su voluntad.

Había algo en el interior, parecía pequeño pero a la vez era grande. Su cuerpo poseía atributos viscosos y al mismo tiempo su completo opuesto. En su entera expresión parecía un indefinido número de apéndices que se estrellaban entre sí con formas que eran imposibles de siquiera acercarse a poder describir.

Desde una abertura, similar a la de una boca, se deslizaban sonidos irregulares que sin importar quién lo escuchase será interpretado en su idioma. Y una especie de ojos, lo único que podría ser tomado como humano, se centraba fijamente en Montes.

Montes pasó de la simple sonrisa a unas carcajadas incontrolables mientras se arqueaba de espalda. No podía sentir sus manos y sus piernas habían dejado de percibir el suelo, mas el dolor no existía.

Entonces todo se silenció.

Al llegar alguien que por allí pasaba, halló el maletín cerrado. Y frente a éste, había una grotesca estatua que le revolvió el estómago, cuya morbosa forma le recordó a un monociclo.

Cuentos del AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora