La Fatiga

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Eugenia era una persona que con todo el mundo le agradaba interactuar, sus dulces facciones y sinceras palabras despertaban el aprecio incluso en aquel que la acababa de conocer. En el antiguo edificio frente a la estación del ferrocarril, donde ella vivía, no había nadie que por lo menos una vez no se hubiera topado con tal adorable ancianita.

Y es así como Carlos, joven emprendedor que acababa de alejarse de un gran problema personal, se la cruzó en plena mudanza. Le había tocado la habitación 285, justo a su lado. Ella opacó el desalineado aspecto del hombre con una vivaz sonrisa. «Te ayudaré», le dijo.

Él, con voz forzada, declinó aquella proposición. Pero negada al rechazo, Eugenia aun así recogió la caja más pequeña de la pila y se decidió a ayudar, sosteniendo en el rostro su encantadora expresión.

—¡Suéltalo...! —gritó Carlos, arrancando la caja de las manos de Eugenia. Su rostro, bañado en pavor, se oscureció de repente.

Ella cayó al suelo por el forcejeo y como acto desencadenante todos los que se alojaban en el edificio salieron al unísono. Carlos, atemorizado por las incontables miradas, tomó de la forma que pudo las cajas restantes y las metió de cabeza al departamento. Cerró la puerta, giró la llave y exhaló aliviado.

Por mera intriga, se le ocurrió ver a través de la mirilla. La dulce ancianita estaba allí de pie, observando de manera tal que pareciera saber que él la estaba viendo. No obstante, enseguida ella se alejó de regreso a su departamento, y Carlos pudo respirar aliviado.

La fatiga del día lo tenía derrotado, entonces cuanto terminó de acomodar de forma superficial todas sus cosas, se desplomó sobre la cama. El reloj de la mesita de luz indicaba las siete de la tarde en punto.

En plena noche un rasqueteo lo despertó. Al mirar la hora se dio cuenta de que eran las tres de la mañana. Su cuerpo aún seguía muy cansado, no tenía siquiera interés en querer comer. Por eso, durmió sin más e ignoró aquel sonido.

El mediodía de golpe llegó cuando de nuevo abrió sus ojos. Todo daba vueltas en su cabeza. Cuando se tocó la frente ardía en fiebre, sus muñecas dolían al moverlas y no podía levantarse. De alguna manera se levantó para refrescarse la cara en el bañó, cuando notó un hilo de sangre seca bajar por su oído.

Su primera reacción fue preocupante. Deseó querer tomar el teléfono y llamar a un viejo amigo que es médico, pero desistió tras agitarse. Así que se lanzó de nuevo a la cama y culpó al horrible estrés.

Tomó la pequeña caja por la que había armado tal alboroto el día anterior y extrajo una foto de su interior. Por alguna razón, era capaz de reconocer el rostro de su novia con quien había tenido una pelea días atrás.

No le dio importancia y se dejó llevar otra vez por el sueño. Por toda una semana sólo recuerda haber salido una única vez de su departamento, cuya razón no recuerda. Todo el tiempo se la pasó tirado en la cama, sin ninguna otra cosa que hacer más que admirar el deplorable estado del techo o permanecer en el mundo de los sueños.

Una vez más, el fuerte rasqueteo volvió a despertarlo en el auge nocturno. Sin embargo, esta vez sus párpados se abrieron enseguida de par en par. Carlos quiso levantase por reflejo, mas el extremo cansancio sometió a su cuerpo. Y entonces su oído punzó. Algo empezó a escarbar desde el interior de su cabeza. El molesto ruido se intensificó y venía justo de su lado.

Cuando sus ojos por fin decidieron girar para enfocarse en descubrir qué era aquella pegajosa cosa que sentía, empalideció por completo. Desde su oído nacía un largo apéndice que semejaba al rostro de un humano.

Y entre sus arrugadas facciones, reconoció aquella gentil sonrisa.

Cuentos del AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora