El Incidiador

2 0 0
                                    

En aquel helado invierno fue la vez primera en que vi sus vacíos ojos. Acechante, su figura se difuminaba en la ventisca tal pavoroso fantasma. Eternas eran las noches que de un lugar a otro debía correr, aterrado y desorientado.

A veces decidía, en completa ignorancia, descansar por el fugaz pensar que por fin me habría librado de su acecho. ¡Oh, pero qué iluso, cual vulgo que cae una y otra vez en las artimañas de los sofistas! ¡Qué tan bello ha de ser ese pensar que me endulzaba a cada momento! Y entonces la verdad me apuñalaba con sus inolvidables chirridos, formuladores de sueños que nadie desearía jamás narrar.

¡Ante ello sólo queda huir, pero no cometas mi error de ceder al cansancio! Al voltearte siempre estará allí, paseando tras cosas que perturben tu vista. ¡Pero no caigas en el error, no se oculta para salvaguardar tu cordura, su distorsionado ser no comprende tal compasión! Sólo busca aquel disfrute único, aquel que trae su presencia ante la vista mortal.

Peludas son sus extremidades que de contar nunca he acabado, de inmenso a minúsculo su tamaño alteraba; y, sin importar desde dónde fuera, siempre su mirar era fijado en mí. ¿Ya está al otro lado? Oigo sus fauces abrirse de par en par, bajo protección única de una podrida puerta.

¡Maldigo mi fortuna, pues la diosa me ha ignorado hoy de todas las veces! Sólo el sol lo espanta, mas la luna se ha adueñado de su presencia para bailar a su lado. Tiemblo ante sus rasguños resonantes desde todo lugar, el caer de su negra saliva que por los umbrales se filtra.

Hombres fornidos vinieron en mi compañía bajo orden del rey, protección que a cualquiera en envidia induciría. ¡Qué infortunio fue encontrárnoslo! Del cobarde al valiente, en llanto rompieron y ya jamás se oirá de ellos otra vez. ¡Oh, pobre de mí, atrapado en solitario bajo tal acechante!

Mi última vela calla su llama, agotada de brillar. La bruma apacigua toda verdad. Nada se escucha y tranquilidad me trae mas que susto. Al menos tuve un disfrute último antes de que aquella peluda mano, de dedos tan largos que la mía se sentía diminuta, se posara sobre mi hombro.

Cuentos del AbismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora