Cercanía

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Fernán se había quedado dormido otra vez, ya le había ocurrido dos días seguidos, pero no era igual, se había quedado dormido enseguida porque preparaba las cosas para reunirse con la chica del bosque para intentar aprender su extraño y bello lenguaje. Se llevaba un amarillento pergamino que le dieron los monjes a cambio de trabajar algún día para ellos, al igual que un bote de tinta negra cerrado con un tapón de corcho bastante desgastado y oscurecido por el paso de los años y su frecuente uso. Fernán era el único de su familia que sabía leer y escribir pero nadie lo sabía exceptuando a José, quién a veces le pedía favores para que le escribiese las cartas a su "posible" casamiento secreto; a cambio, Fernán le pedía que no se lo contara a ninguna persona y cuando no le venía bien trabajar con su padre en el campo, que le hiciera el trabajo. Esto último sólo ocurrió un par de veces hasta que Fernán tuvo que empezar a pedirle favores para poder ver a la joven. A su hermano José le pareció raro que le pidiera algún favor, ya que él siempre había tratado de estar apartado un poco de todo y de hacer el menor uso de su secreto; y esto lo desconcertó e intentó saber qué ocurría en la mente y vida de su hermano para alterarlo de ese modo. Se dio cuenta de que siempre se lo pedía más o menos a la misma hora, pero no llegaba a nada más porque Fernán no le había contado nada a nadie sobre su amada del bosque. De lo que no se dió cuenta fue que su hermana pequeña lo había oído todo y ya empezaba a planear algo para sacar provecho y saber más de su lejano y abstraído hermano más joven. Aunque Fernán siempre estaba muy atento a su entorno, se había distraido demasiado con la joven del bosque. Justo después de pedirle el favor a su hermano, cogió todo lo del zurrón que se había preparado y se fue derecho a la charca de aguas cristalinas para conocer más de aquella muchacha. Se fue caminando por la linde del bosque hasta la entrada del camino llano que había encontrado aquel precioso día. Siguió el camino, encontrándose con los antiguos árboles que protegían el pequeño lago de las visitas inesperadas, como la que él había hecho días atrás.
Cada día aprendía más de aquella joven, tanto su lenguaje como sus gustos y aunque trataban de comunicarse hablando, poco a poco le fueron dando menos importancia, prestando más atención a ellos mismos, descuidando un poco la seguridad que creían que tenían. Las visitas eran cada vez más frecuentes y estaban más tiempo juntos; pero ambos sabían que había un límite para que nadie los descubrirse, no por verlos juntos, sino por estar desaparecidos durante medio día o incluso más. No sé cansaba uno del otro, siempre querían más, más tiempo, más horas del día, más luz, más charlas que pudieran acercarlos y hacer que pudieran sentirse como uno.

El bosque NO encantadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora