capítulo XIV: El acecho y la cacería

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Era lunes; último día de octubre, el día posterior al asesinato del doctor Farewell. La hermosa Anne, llegada hace un rato al sórdido cuarto de Joshua que cada vez dejaba percibir un aspecto más abandonado, yacía sentada con un aire turbado a una orilla del lecho donde descansaba éste con sueño profundo. Su melancólica mirada brillaba con los sutiles destellos de lágrimas perladas que se aprisionaban entre sus párpados. Aquellos lastimeros ojos se posaban dolorosamente sobre el desencajado rostro de su amado mientras sus labios temblaban con delicadeza como un preludio de algún sollozo furtivo anegado a fuerza de su valor. Su rostro no podía reflejar con más fidelidad las aflicciones de su alma; esa abatida alma que padecía los sufrimientos de Joshua con mayor sensibilidad que si fuesen los propios; esa que se veía crónicamente envenenada con la hiel de aquel dolor que nunca le fue ajeno; esa que había adoptado mañanas parcas y noches en vela consumidas por la zozobra; esa de llanto interminable y plegarias solemnes que desausiaba la incertidumbre.

Ésa celestial presencia de facciones delicadas que otrora reflejaba la dulzura de una prístina alma que irradiaba alegría y que ahora se veía agraviada por dolencias que socavaban su espíritu, acompañaba al joven con la abnegación propia del amor, ese amor que arde en lo más profundo del ser y que brinda el calor y la luz que nacen de una llama benévola que se incuba en los corazones puros. Sostenía una de sus manos sobre su regazo mientras acariciaba con suavidad la tumultuosa frente del malhadado. De súbito éste abrió sus ojos con expresión de absoluto desconcierto. Anne le recibió con una triste sonrisa.

Algunos segundos paseó su dubitativa mirada, ora sobre la humanidad de Anne, ora por su derredor. De repente se precipitó sobre Anne, dejando caer la cabeza sobre su pecho y con su cuerpo contraído. Con su corazón oprimido dejó escapar un pequeño suspiro, después del cual no pudo evitar prorrumpir en un incontrolable llanto entrecortado por involuntarias aspiraciones nasales como es el llanto propio de los niños. Su cuerpo se estremecía de manera convulsiva al tiempo que hacía temblar a Anne que le abrazaba fervorosamente.

La misma sensibilidad que ha hecho superior al hombre, esa que inspira el arte y la música; esa que que ha hecho nacer majestuosos versos en los poemas más sublimes y que nos permite gozar de las pasiones más placenteras y excitantes; esa le ha hecho también más frágil y vulnerable. Esa misma sensibilidad nos subyuga a las vicisitudes de nuestras emociones y, lacera nuestra alma con el azote de nuestros sentimientos más profundos. Asimismo Joshua inerme quedaba a merced de su paroxismo.

No fueron necesarias las palabras. Aunque Anne desconocía por completo los motivos que suscitaban tan abrumador desconsuelo, esto no le impidió sentir con extraordinaria empatía aquel dolor punzante que le perforaba como con un frío puñal su corazón aún palpitante. ¿Y es que, cómo ser indiferente al dolor de aquella alma que con un simple contacto había logrado fundirse con la propia? En un instante como ese en el que los corazones latían al unísono en tonadas tristes de un melancólico soneto, esos mismos corazones que atados por indelebles lazos se negaban a ser separados aún por difíciles y siniestros que fuesen los motivos que reclamaran imperativamente su emancipación.

A veces éstas heridas que aflijen hondamente el alma con llagas supurantes de desconsuelo, no exigen más medicina que el amor, esa ancestral panacea que ha sabido dotar de paz y bienestar el espíritu del hombre desde los albores mismos de la humanidad. Y es que basta con granjear tan sublime sentimiento de la criatura más insignificante de la naturaleza, para dar fe de los goces que hace germinar en lo más profundo del ser a razón de su causa, ahora bien, resulta necesario elevarse por sobre las montañas de las vulgares sensibilidades y del entendimiento ordinario para comprender la superlatividad con que se manifiesta dicho sentimiento cuando proviene de ese ser que ha sido digno de nuestra entera reciprocidad.

Si bien el azoramiento en el corazón de Joshua era demasiado agudo como para que aún tan majestuoso elixir le diera cura, si fue suficiente para apaciguar la furiosa convulsividad que le atenazaba en tamaño estado de perturbación. Su desesperación declinó progresivamente, tomando entonces su rostro un aire de demencial desorientación. Ésta escena se prolongaría algunos minutos más con la inmovilidad de una pintura al óleo enmarcada por la desgracia.

Óbito de La Consciencia: Historia de un asesinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora