CAPÍTULO VIII: El Regreso de Cloacina

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CAPÍTULO VIII: El Regreso de Cloacina  

Guiada por el delicioso olor a comida – un toque dulzón mezclado con algo ahumado –, camino descalza casi en el aire hacia la sala de estar. Sé que estas no son buenas maneras de sentarse a la mesa, pero tendrán que dispensarme. El único par de zapatos que me queda son unas bambas que empaqué sólo en caso de largas caminatas. Desafortunadamente, no las tomé en cuenta durante mi extensivo maratón el día de ayer y hoy enfrento las consecuencias con mis pies tan lastimados que ya no soportan ni la más mínima opresión de un calzado cerrado.  

Cuando me integro al neoclásico comedor de madera tallada con cuatro sillas tapizada en una tela marrón acanalada, la canasta de frutas que ayer la adornaba, ahora está dispuesta en un aparador ubicado en una esquina al fondo. Ambos comensales permanecen sentados en los extremos más luengos de la mesa rectangular donde un fastuoso gaudeamus[1] se encuentra esparcido bajo una densa nube de silencio. De rechupete.

Nathan me mira de soslayo, advirtiendo mi presencia.

―Oh, ahí estás – de inmediato, se levanta y mueve hacia atrás la silla conjunta a él mientras Anna me inspecciona de arriba abajo.

Sus labios se tuercen en desaprobación, ante mi holgada blusa gris de botones a presión en el frente y un descolorido vaquero azul claro casi blanco. Probablemente, no es mi mejor pinta, pero tengo mucho tiempo sin reabastecer mi guardarropa y dentro de mi amplio círculo social en Tarpon Springs: George, Andrew, y a veces la Sra. Basinas (la camarera de la cafetería en el muelle local que suelo frecuentar), eso es un ínfimo detalle que no parecen notar. 

―Al fin volviste – Anna dice con cierto alivio, quizás por la evidente incomodidad entre ellos. Nathan no parece del tipo de persona sociable, aunque tampoco tímido. – ¿Por qué tardaste tanto? – pregunta intrigada, desplegando su servilleta de tela y la tiende sobre sus piernas.

Enseguida, un escándalo arde en mis mejillas. Mejor no preguntes. Tomando asiento, puedo sentir la mirada fija de Nathan en mí. Es tan potente, absorbente que inconscientemente me obliga a devolverle la mirada por el rabillo del ojo. Nathan entrecierra ligeramente sus ojos, escudriñándome a profundidad, entonces el diminuto pellizco de una sonrisa perversa se asoma en la comisura de sus labios. Absurdamente, me siento descubierta. Mi rostro enrojece al máximo como un tomate.

―Estaba…. peinándome – respondo a Anna lo primero que se me ocurre.

Por un segundo, se queda mirando a la trenza gruesa y floja en mi melena y asiente comprensivamente. Fue lo mejor que pude hacer para someter mis tirabuzones desgreñados y terminar luciendo frustrantemente como una aldeaniega en una campiña francesa de antaño. ¿Cuánto tiempo llevo así sin darme cuenta? Tal vez mi falta de interacción con el mundo real, pagando casa por cárcel le ha restado importancia a mi apariencia. Cómo sea. Tampoco me daré mala vida por eso.

Mis ojos brillan hacia mi platillo de comida, huele delicioso y la gordita hambrienta en mi interior se regodea, vertiendo el primer tarro de jarabe de arce encima de mis panqueques, luego el segundo. La boca se me hace agua.

―Tienes suerte de no ser diabética – Nathan bromea. 

A toda prisa, me zampo el primer bocado. Uh… sí que está bueno.

―¡Umju! –  asiento, masticando tan rápido como una máquina trituradora.  

―¡Jesús! Estabas hambrienta – Anna dice sorprendida… reticente.   

Por poco me atraganto, echando un veloz vistazo a mis acompañantes. Nathan parece complacido, presionando sus labios en una fina sonrisa y se lleva una porción con omelette rellena de ricota y espinaca directo a la boca. ¿No es muy temprano para desayunar algo así? Bueno, ya estamos casi a mediodía. En cambio, la expresión de Anna es de escándalo como si estuviera en presencia de un cerdo en la mesa.

Millas de Vuelo al SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora