6- Un antes y un después

37 3 4
                                    

Maya no sabía qué esperar, ni mucho menos qué hacer. La taza de té le devolvía un reflejo desfigurado de ella misma, deforme e irreal, que plasmaba con alarmante exactitud las confusas emociones que emanaban de su interior. Un policía la miraba fijamente, juzgándola y analizándola con la mirada, sin saber que todo lo que necesitaba averiguar estaba dentro de una taza.

Se encontraba en una sala rectangular, gris y uniforme. En la pared de enfrente había un reloj esférico, de un color blanquecino, que producía un sonido chirriante y casi imperceptible. Tic tac, tic tac. El sonido le taladraba la cabeza.

-Por última vez, ¿qué te dijo?

El policía no paraba de lanzarle preguntas, preguntas que no sabía responder. Esas preguntas pasaban un momento por su cabeza y luego se desvanecían como el humo blanco. Maya trataba de concentrarse, de mantener la consciencia sobre ella misma. Trataba de razonar y mantenerse en la tierra, con los pies firmes en el suelo. Pero su mente se encontraba muy lejos de allí, y lo único que la mantenía consciente eran esas malditas manecillas del reloj, que le recordaban el tiempo que pasaba, el tiempo que estaba perdiendo. Tic tac, tic tac. Maya quería gritar y pinchar esa burbuja en la que estaba metida, quería correr y avisar a su madre de que tenían que huir, que tenían que escapar antes de que las encontrasen. Pero su cuerpo no le hacía caso, permanecía inmóvil y mudo, ignorante. Tic tac, tic tac. Las manecillas no paraban de girar y Maya quería levantarse y detenerlas. Quería destruirlas. Quería imponer ella sus propias reglas sobre el tiempo. Quería escribir leyes que lo prohibieran, que lo desmantelaran y que lo perdieran entre los cajones de las oficinas. Quería que la gente lo pisara y se olvidara de él. Tan sólo olvidarlo.

Maya se llevaba las manos a la cabeza y cerraba los ojos con fuerza. "Quiero que pare, quiero que pare, quiero que pare" se repetía una y otra vez, expectante. Pero cuando devolvía la mirada al reloj, este seguía con su lento movimiento, inmune a sus plegarias. ¿Quién se creía? Ella no podía parar el tiempo. Solo era una chica sentada en una silla barata enfrente de un hombre que no la comprendía, que en realidad, nunca podría entender nada. Porque no había nada que entender, ni mucho menos que explicar.

-Si sigues sin hablar, tendrás que pasar la noche en comisaría.

Maya suspiró y lanzó una última mirada a un té que, intacto, la saludaba desde el centro de la mesa. No había tenido fuerzas suficientes para decirle que no le gustaba el té, que nunca le había gustado. Tampoco sintió las fuerzas necesarias para decir que no le importaba quedarse allí una noche, porque todo era confuso e irreal. Y que en realidad, si lo pensaba fríamente, dormir en la comisaría no estaba tan mal, porque sin lugar a dudas estaría más segura que en su casa.

El hombre se levantó lentamente, como si tuviera miedo de que Maya por fin hablase y que le reprocharan que no había hecho bien su trabajo. Maya no podía sentir otra cosa que pena por él. No era su culpa encargarse de este caso, al igual que tampoco era culpa suya haberse topado con una caso imposible, desde el principio hasta el final.

Cuando el hombre abrió la puerta se oyeron unos murmullos del otro lado de esta, en los que Maya pudo distinguir la voz de su madre.

-No te muevas, ahora vendrá alguien y te asignará una habitación. Mañana podrás salir, pero te recomiendo hablar antes de eso. Serías de gran ayuda.

Maya lo dudaba mucho. Pero asintió y reposó su cabeza en la superficie de la mesa.

El policía suspiró y cerró cuidadosamente la puerta.

--------------------------------

Las horas pasaban lánguidamente, burlonas, desafiando a la paciencia. Largos ríos de agua corrían por su cuerpo.

La última adivina [En proceso]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora