Capítulo IV: El último de los hermanos

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-Narra Tyr: dios de la guerra, de la gloria en combate y de la victoria.-


Asgard, un extenso campo de verde hierba cuyo cielo se mantenía siempre de un tono azul imperturbable. Durante la noche, la luna y las nubes se alzaban sobre este, sin estrellas que lo acompañaran. Las estrellas eran para Midgard, las brasas del Muspelheim que mi padre lanzó un día sobre el cráneo de Ymir, el cielo de los mortales. Las constelaciones para ellos eran nuestros salones que se reflejaban sobre su cielo. Existían tres cielos, uno pertenecía a Midgard, otro pertenecía a Alfheim, y un último cubría los mundos restantes que tenían la posibilidad de ver la luz de sol: Asgard, Vanaheim, Jötunheim...

Los días en Asgard eran siempre bellos y perfectos, el prado nunca se marchitaba, los animales brincaban felices, y siempre corría una agradable brisa primaveral. Hasta un lobo destructor de mundos se sentiría a gusto en Asgard. No era un paraíso como lo era Alfheim, pero al menos este lugar poseía su encanto, al contrario que lo que se podía decir de otros mundos. Algunos de los nueve, que existían en Yggdrasil, el árbol sagrado que albergaba todos ellos, era mejor que no existieran.

Me encontraba cerca del Valhalla, un enorme salón donde residían los muertos en combate, los einhejar. Por las mañanas se dedicaban a guerrear y a matarse entre ellos, en combate singular. Durante la noche, resucitaban y bebían y comían como hermanos en el gran salón dedicado exclusivamente a ellos. Desde el exterior, cerca de una de las puertas de acceso, los escuchaba reír, cantar, comer, y beber, dentro de aquel edificio cuyas luces iluminaban tenuemente la zona donde me encontraba. Andaba sentado en la explanada, sobre la fresca hierba, con aquel pequeño lobo en mi regazo. Hoy había sido un largo día, y Fenrir se había quedado dormido sobre mis piernas. Que durmiera, él que podía, para mí la noche iba a ser tan larga como el día, lo presentía. Esperaba que mi mujer, Zisa, no se preocupara en exceso por mí.

Me encontraba acariciando el negro pelaje del lobo cuando escuché ruidos al frente, la hierba siendo aplastada por unos pies. Al alzar la cabeza para comprobar de donde venía el sonido, me encontré con la azulada mirada de mi padre, tan seria y temible como lo había sido siempre.

—Me arrodillaría ante vos padre, pero resulta que tengo a un niño sobre mis piernas y temo despertarle —le hice saber, y dejé bien recalcado que tenía un niño, no un animal, aunque era un tanto evidente.

Odín alzó una mano, apartó con ella su sombrero, y dejó caer a la mullida hierba el bastón de madera sobre el que se apoyaba. El padre de todos decidió sentarse a mi lado para mantener lo que sería y presentía, una larga conversación nocturna.

El dios de la sabiduría observó el cielo sin estrellas. Aunque sin estas, el cielo seguía siendo bello y hermoso, no era Midgard sin embargo, pero Asgard era el mundo de los aesir y eso ya lo hacía ser un lugar importante. Midgard había sido creado por los dioses y era perfecto y complejo. Asgard era nuestro hogar y se ajustaba a las necesidades de unos dioses dedicados a la guerra, simplemente. Cada mundo era diferente.

Mi padre permaneció con su ojo clavado sobre aquel oscuro cielo un largo rato. Pasó el suficiente como para pensar que jamás se iba a decidir por hablar, pero yo conocía a mi padre y sabía que estaba pensando sus palabras.

—La serpiente ha sido lanzada al mar —informó—. La niña, está en lo más oscuro del Niflheim.

Me estremecí involuntariamente, aquel lugar estaba frío y muerto. Antaño vivieron los gigantes de escarcha, mi querida abuela entre ellos, pero hoy día no era un lugar que se pudiera habitar, estaba destruido y desolado.

— ¿Sabes que es lo que queda por hacer? —me preguntó volviendo su rostro despacio, para mirarme a los ojos.

Yo, el más valiente de los dioses, quien jamás había cedido ante nada, sabía lo que rondaba por la mente de mí querido padre, quien había iniciado todos estos acontecimientos.

—Queda Fenrir —dije, nombrando al lobo que tenía sobre mis piernas.

—Ese animal que andas cuidando es peligroso —advirtió Odín, fijando su único ojo sobre mí.

—A mí no me parece tan peligroso como todos lo veis —dije sin darle la razón, rascando las orejas del animal, quien simplemente se lamió el hocico mientras seguía durmiendo.

— ¿Y cuando crezca?

—Si le doy de comer no me hará ningún daño, es un animal después de todo —miré a mi padre con seguridad, aunque sin borrar mi habitual seriedad y serenidad—. Si come de mi mano no me atacará porque soy yo quien desde pequeño le dará sustento. El día que crezca verá que los aesir no le quieren hacer daño y será nuestro aliado.

Mi padre tardó en darme una respuesta, se quedó sentado a mi lado, meditando y observándome con semblante serio. Sabía de otros que aquel escrutinio les intimidaba, quizás por eso mi padre tenía por costumbre hacerlo, yo simplemente le sostuve la mirada sin acobardarme, nada me amedrentaba.

— ¿Tengo que darte a ti la tutela de este animal? —acabó por preguntar.

—Sí —respondí—, ha venido aquí por voluntad propia, ha venido aquí conmigo porque me gané su confianza.

—Balder también se ganó la de la niña —y ahora estaba en el Niflheim, sí, ya me lo había contado.

—Y si seguiste los consejos de Balder, ¿por qué no vas a seguir los míos? —pregunté, y aquella pregunta fue una serpiente venenosa que no debí haber lanzado.

Odín se mantuvo unos minutos más en silencio tras mis palabras, dedicándome una mirada más intensa que antes, debido a mi insolencia, al haberle echado en cara sus decisiones. Sabía que Balder no se había adelantado anteriormente, cuando volvíamos a casa, hasta el salón de nuestro padre, no por ninguna razón, si no que lo hizo por un motivo predeterminado.

— ¿Vas a darle de comer al lobo? —acabó por preguntar.

—Sí —afirmé con seguridad. Ahora era mi responsabilidad y cargaría con ella sin quejarme.

— ¿Todos los días?

—Sí.

— ¿Incluso si duplica tu tamaño?

—Sí.

Fue entonces cuando mi padre se alzó, recogiendo su bastón y volviendo a colocarse aquel sombrero de ala ancha tan característico en él. Reconozco que sentí algo de impresión en el interior de mi corazón, pero no dejé que pudiera conmigo. En mi intento por defender a Fenrir, me excedí un poco en mis palabras, lo reconozco, y por poco rocé el límite al casi colocarme por encima de él, pero debía hacerlo por el pequeño lobo, o su futuro sería más oscuro e incierto que el de sus hermanos.

—Va a ser tu responsabilidad, Tyr —me advirtió—. De todos los aesir tú eres el único que no lo ve peligroso y para nada teme al cachorro.

—Hazme caso, padre —me alcé junto a él para quedar más o menos a su altura—. Estará de nuestra parte si lo dejamos libre en el prado, si le damos de comer y le hacemos ver que somos sus amigos.

Mi padre gruñó y observó la fría noche, apoyando ambas manos en su bastón. Mi viejo pensaba demasiado, solo había que verlo. No iba a culparle por preocuparse, era el rey de Asgard, si algo salía mal la culpa sería de Odín y eso mi padre jamás dejaría que pasara, jamás dejaría que lo miraran con esos ojos.

—Que las nornas te escuchen Tyr, ojalá tengas razón y no se ponga en nuestra contra —volvió el rostro y me miró nuevamente—. Recuerda, hijo mío, tú eres el único que no siente miedo por él.

Lo recordaría, y era un dato importante aunque a simple vista pudiera parecer que carecía de interés. Nadie querría acercarse a Fenrir, solo yo, y debía demostrarle a los dioses que Fenrir no era un problema, porque en el preciso momento en que lo vieran como una amenaza, le harían lo mismo que se les hace a los perros peligrosos, encadenarlos.

Los hijos de LokiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora