Extra III: Traición y Odio

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-Narra Odín: padre de todos, rey de Asgard, dios de la sabiduría, de la guerra y la muerte.-


Mi vida ha sido larga y dura. El sabio sufre, mientras que el ignorante vive feliz. El conocimiento genera dolor, pues quienes te rodean jamás te escucharan cuando expongas aquello que sabes que ocurrirá, y en el preciso momento en que muevas una sola piedra para cambiarlo, te darás cuenta de que no puedes hacerlo, pues existen personas más poderosas que tú capaces de controlar todo lo que tú quieres evitar. Si esas personas desean que algo ocurra, ocurrirá, así de retorcidas serán siempre las nornas. El conocimiento no genera poder, el control sobre el tiempo, sobre el destino, sí. Por las malas aprendí todo ello, y seguiré aprendiendo. Mi nombre es Odín, dios de la sabiduría, en mí quedará todo, nadie será mayor en gloria que yo, pues he sufrido demasiado para que así sea.

Tyr cometió un día una insensatez, mis cuervos me lo contaron, dejó al lobo solo y él por su propia cuenta acabó en aquel horrible bosque lleno de brujas cuyo corazón era más oscuros que sus cabellos, el Bosque de Hierro. Fenrir no se fue sin más, dejó un regalo, y yo fui a ver ese regalo, pero el regalo cuando nació era puro e inocente, pensé que era mejor no tocarlo, al menos hasta que creciera, hasta que adoptara la edad justa en la que uno puede corromperse, tardé demasiado.

Angrboda se encontraba en su horrible bosque, cuidando de dos grandes lobos que permanecían inmóviles en su regazo, contemplándome con la desconfianza reflejada en sus ojos; unos como dos brasas, otros como dos trozos de escarcha. A pesar de su tamaño, los jóvenes aún no habían alcanzado la edad adulta, pero ya poseían la capacidad de pensar por su cuenta. Al mismo tiempo, su edad les hacía ser fácilmente influenciables, y sospechaba que la giganta, conocedora de ello, había aprovechado esa oportunidad para generar la discordia entre ellos y los dioses. Ambos poseían un pelaje oscuro, como su padre, pero mientras que uno parecía tener el pelo tirando hacia un tono azul como la noche, el otro parecía destellar con el brillo rojizo e incandescente de unas brasas. La bruja no se dignó a mirarme, simplemente siguió cuidando de quienes seguramente serían sus nietos, ignorándome por completo.

— ¿Estos son los hijos de Fenrir? —pregunté a la giganta, reclamando su atención.

— ¿Y tú te los vas a llevar como te llevaste a mi hijo? —preguntó ella, clavando sus horribles ojos en mí, tan siniestros como el bosque que la rodeaba.

Los lobos, a su alrededor, erizaron su pelaje y me gruñeron, desafiantes, dispuestos a proteger ante todo a su abuela. Ahora era a mí a quien le tocaba ignorar.

—Así es —respondí a la bruja—, con un lobo suelto ya tengo suficiente —cada vez desconfiaba más de mi hijo y sus habilidades como cuidador.

Angrboda no respondió de inmediato, esperó un tiempo, un suspiro, y entonces decidió hablar.

—Llévatelos, sé que contra Odín no puedo hacer nada —la bruja se separó de los pequeños. Observé la tristeza en sus ojos, una que tensó mis músculos al ver que se tornaba en un brillo frío y peligroso. Angrboda alzó la vista para clavar su mirada en mí, antes de desaparecer en una oscura nube de humo—. ¿Serás capaz de cogerlos?, no te creas que no saben porque no pueden ver a su padre.

No fue para mí ninguna novedad la situación que se desenvolvió justo después. Al desaparecer la bruja, quedé solo con aquellos dos lobos que de inmediato se abalanzaron sobre mí. Eran niños, niños que habían crecido muy rápido, y cuya complexión era mayor que la de un can. Sin embargo, aunque viejo, aun sabía cómo debía moverme para contrarrestar los ataques de dos lobos. Por mucho rencor que me tuvieran, por mucho que se les hubiera enseñado donde morder para causar mayor dolor, seguían siendo dos jóvenes irascibles e impulsivos. No tuve que hacer muchos esfuerzos para colocarlos en el cielo, junto a Sól y Máni, no vieron venir mis golpes, no esperaron que un anciano pudiera moverse tan rápido. ¿Podría haberlos matado?, podría, pero después de todo, eran niños, y quizás no tenían siquiera la culpa de lo que había ocurrido, solo los adultos la poseían.

Esto ocurrió antes de que aquel lobo, arrancara la mano de Tyr. No me preocupé hasta entonces por los hijos de Fenrir, no fui consciente de mis acciones, pero me di cuenta de que hice bien en encerrarlos en el cielo usando mi magia, ahora no harían daño a nadie, no tomarían venganza después de encarcelar a Fenrir, aquellas bestias eran peores que su padre. Angrboda se había encargado de emponzoñar sus mentes; su nombre era muy acertado, todo lo que salió de su vientre estaba maldito.

Una noche, semanas después del encierro de Fenrir, encontré a mi hijo Tyr saliendo de la morada de Eir. Por sus mejillas enrojecidas, y sus ojos vidriosos, había ido a que la diosa le aplicara una nueva cura a aquella herida que el lobo le había provocado. Tyr llevaba vendada la muñeca y parecía querer ocultarla con la manga de la camisa, aún no había sanado. Al dios de la guerra le quedaba por recuperarse, la carne herida tras el mordisco estaba causándole fiebres a mi hijo. Tyr encogía su muñeca derecha contra el pecho, como si deseara protegerla del más mínimo roce, y aun con todo ese dolor que parecía soportar, caminaba erguido, no había perdido su honor y orgullo.

—Tyr —llamé su atención, mi hijo volvió el rostro. Aunque su mirada estaba vacía, en el fondo de sus ojos vi algo escondido. Como era de esperar el único de los aesir que no aprobaba mis decisiones, era quien había sufrido las consecuencias.

—Padre —respondió a mi saludo.

— ¿Qué tal te encuentras?

—Perfectamente.

No lo estaba, pero sabía que no deseaba mostrarse débil ante mí. Tyr llevaba unos días cuidado de su mujer, estaba en cinta, y le preocupaba que pudiera pasarle algo. Mi hijo era un hombre bastante dedicado, un guerrero que cuidaba de su familia, y velaba por esta, me sentía orgulloso de él, siempre lo había estado, aunque jamás lo hubiera demostrado.

Permanecimos durante el camino que llevaba hasta su casa, manteniendo cortas conversaciones, la mayoría de ellas referidas a lo que veíamos a nuestro alrededor, o simplemente comentábamos como la vida nos iba en esos momentos. Casi habíamos llegado a la casa de mi hijo, cuando Tyr alzó la vista con bastante mejor aspecto que cuando lo vi hacía unas horas, me sacó un tema que hacía años tenía enterrado, el mismo que hoy os he dado a conocer.

—Padre —dijo—, cuando aún cuidaba de Fenrir, Heimdal me hizo saber que en el cielo de Midgard, Sól y Máni estaban siendo perseguidos por unos lobos.

—Justo después de que Fenrir desapareciera un día.

—No —dijo con bastante fuerza en la voz—, fue años después —no quería que le culpara de lo que pasó, él no se sentía culpable, su orgullo no le dejaba—. ¿Quiénes eran esos lobos, padre?

—Sus hijos —respondí sin pausa—, los hijos de Fenrir. No supe sus nombres, tampoco tuve interés en ellos, pero ahora los conozco.

— ¿Cómo se llaman? —preguntó Tyr con el ceño fruncido, contemplando mi rostro, yo miraba el cielo.

—Sköll y Hati —no necesitaba preguntar a nadie como se llamaban.

—Traición y Odio... —murmuró Tyr poco después, apretando los labios, manteniendo su presión seria.

—Sí —miré a los ojos de mi hijo, unos ojos de un color semejante al mío, azules como el cielo de la noche—. Son la traición y el odio que Fenrir sintió cuando los aesir lo encadenaron en aquella isla.

Los hijos de LokiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora