capitulo 1

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Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre.
Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las
dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí
dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no
parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no
debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a
él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto.
Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario,
será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de
costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando
partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que
subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El
perdió a su tío hace unos meses.
Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas
a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el
trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si
venía de lejos. Dije «sí» para no tener que hablar más.
El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida.
Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un
poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su
despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros.
Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un
legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.»
Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No
tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a
sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era
más feliz aquí.» Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de
su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con
usted.»
Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la
mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza
de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre
por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también
porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y
hacer dos horas de camino.

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