capitulo 7

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Después que ellos pasaron, la calle quedó poco a poco desierta. Creo que en todas partes
habían comenzado los espectáculos. En la calle sólo quedaban los tenderos y los gatos. Sobre las
higueras que bordeaban la calle el cielo estaba límpido, pero sin brillo. En la acera de enfrente el
cigarrero sacó la silla, la instaló delante de la puerta, y montó sobre ella, apoyando los dos brazos
en el respaldo. Los tranvías, un momento antes cargados de gente, estaban casi vacíos. En el
cafetín Chez Pierrot, contiguo a la cigarrería, el mozo barría aserrín en el salón desierto. Era
realmente domingo.
Volví a la silla y la coloqué como la del cigarrero porque me pareció que era más cómodo. Fumé
dos cigarrillos, entré a buscar un trozo de chocolate, y volví a la ventana a comerlo. Poco después
el cielo se oscureció y creí que íbamos a tener una tormenta de verano. Se despejó poco a poco,
sin embargo. Pero el paso de las nubes había dejado en la calle una promesa de lluvia que la
volvía más sombría. Quedó largo rato mirando el cielo.
A las cinco los tranvías llegaron ruidosamente. Traían del estadio circunvecino racimos de
espectadores colgados de los estribos y de los pasamanos. Los tranvías siguientes trajeron a los
jugadores, que reconocí por las pequeñas valijas. Gritaban y cantaban a voz en cuello que su club
no perecería jamás. Varios me hicieron señas. Uno hasta llegó a gritarme: «¡Les ganamos!» Dije:
«Sí», sacudiendo la cabeza. A partir de ese instante los automóviles comenzaron a afluir.
El día avanzó un poco más. El cielo enrojeció sobre los techos y, con la tarde que caía, las calles
se animaron. Pero a poco regresaban los paseantes. Reconocí al señor distinguido en medio de
otros. Los niños lloraban o se dejaban arrastrar. Casi en seguida los cines del barrio volcaron
sobre la calle una marea de espectadores. Los jóvenes tenían gestos más resueltos que de
costumbre y pensé que habían visto una película de aventuras. Los que regresaban de los cines
del centro llegaron un poco más tarde. Parecían más graves. Todavía reían, pero sólo de cuando
en cuando; parecían fatigados y soñadores. Se quedaron en la calle, yendo y viniendo por la acera
de enfrente. Las jóvenes del barrio andaban tomadas del brazo, en cabeza. Los muchachos se
habían arreglado para cruzarse con ellas y les lanzaban piropos de los que ellas reían volviendo la
cabeza. Varias que yo conocía me hicieron señas.
Las lámparas de la calle se encendieron bruscamente e hicieron palidecer las primeras estrellas
que surgían en la noche. Sentía fatigárseme los ojos mirando las aceras con su cargamento de
hombres y de luces. Las lámparas hacían relucir el piso grasiento y, con intervalos regulares, los
tranvías volcaban sus reflejos sobre los cabellos brillantes, una sonrisa, o una pulsera de plata.
Poco después, con los tranvías más escasos y la noche ya oscura sobre los árboles y las
lámparas, el barrio se vació insensiblemente, hasta que el primer gato atravesó lentamente la calle
de nuevo desierta. Pensé entonces que era necesario comer. Me dolía un poco el cuello por haber
estado tanto tiempo apoyado en el respaldo de la silla. Bajé a comprar pan y pastas, cociné y comí
de pie. Quise fumar aún un cigarrillo en la ventana, pero sentí un poco de frío. Eché los cristales y,
al volverme, vi por el espejo un extremo de la mesa en el que estaban juntos la lámpara de alcohol
y unos pedazos de pan. Pensé que, después de todo, era un domingo de menos, que mamá
estaba ahora enterrada, que iba a reanudar el trabajo y que, en resumen, nada había cambiado.

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