Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la
mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza
de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre
por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también
porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y
hacer dos horas de camino.
El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted quiere
ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: «La
hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada vez que un
pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.»
Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban
cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un
sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo
a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro está
fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la difunta. Una
última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el desepregunta.enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.»
Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con
sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro
cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre
las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un
pañuelo de color vivo en la cabeza.
En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco:
«La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla.» Se aproximaba al
féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba
molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me
preguntó: «¿Por qué?», pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: «No sé.»
Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: «Comprendo.» Tenía ojos hermosos,
azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La
enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no
comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le
rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la
blancura del vendaje.
Cuando hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice, pero se
quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una
hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el
sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que está
usted aquí?» Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado esperando mi
pregunta.