A eso de las tres llamaron a mi puerta y entró Raimundo. Me quedé acostado. Se sentó en el
borde de la cama. Quedó un momento sin hablar y le pregunté cómo había ocurrido el asunto. Me
contó que había hecho lo que quería, pero que ella le había dado un bofetón y entonces él le había
pegado. En cuanto al resto, yo lo había visto. Le dije que me parecía que ahora estaba castigada y
que debía de sentirse contento. Era también su Opinión, y observó que el agente había actuado
bien, pero que no cambiaría en nada los golpes que ella había recibido. Agregó que conocía bien a
los agentes y que sabía cómo había que manejarse con ellos. Me preguntó entonces si había
esperado que respondiera al bofetón del agente. Contesté que no había esperado nada y que por
otra parte no me gustaban los agentes. Raimundo pareció muy contento. Me preguntó si quería
salir con él. Me levanté y comencé a peinarme. Me dijo entonces que era necesario que le sirviera
como testigo. A mí me era indiferente, pero no sabía qué debía decir. Según Raimundo, bastaba
declarar que la muchacha lo había engañado. Acepté servirle como testigo.
Salimos, y Raimundo me ofreció un aguardiente. Luego quiso jugar una partida de billar y perdí
por un pelo. Después quería ir al burdel, pero le dije que no porque no tenía ganas. Regresamos
lentamente mientras me decía cuánto celebraba haber logrado castigar a su amante. Estuvo muy
amable conmigo y pensé que era un momento agradable.
Desde lejos divisé en el umbral de la puerta al viejo Salamano, que tenía aspecto agitado.
Cuando nos acercamos vi que no tenía consigo al perro. Miraba para todos lados, se volvía sobre
sí mismo, trataba de perforar la oscuridad del pasillo, mascullaba palabras sueltas y volvía a
escudriñar la calle con los ojillos enrojecidos. Cuando Raimundo le preguntó qué le sucedía, no
respondió inmediatamente. Oí vagamente que murmuraba: «¡Cochino! ¡Carroña!», y continuaba
agitándose. Le pregunté dónde estaba el perro. Bruscamente me respondió que se había
marchado. Luego, de golpe, habló con volubilidad: «Lo llevé al Campo de Maniobras como de
costumbre. Había mucha gente en torno de los kioscos de saltimbanquis. Me detuve a mirar 'El rey
de la evasión'. Y cuando quise seguir no estaba más allí. Hace tiempo que estaba por comprarle
un collar menos grande. Pero jamás hubiera creído que esa carroña pudiera marcharse así.»
Raimundo le explicó entonces que el perro podía haberse perdido y que iba a volver. Le citó
ejemplos de perros que habían hecho decenas de kilómetros para encontrar a su amo. A pesar de
todo, el viejo pareció más agitado. «Pero ellos lo agarrarán, ¿comprende usted? Si por lo menos
alguien lo recogiera. Pero no es posible, da asco a todo el mundo con las costras. Los agentes lo
agarrarán es seguro.» Le dije entonces que debía ir a la perrera y que se lo devolverían mediante
el pago de algunos derechos. Me preguntó si los derechos serían elevados. Yo no lo sabía.
Entonces montó en cólera: «¡Dar dinero por esa carroña! ¡Ah, que reviente!» Y se puso a
insultarlo. Raimundo rió y entró en la casa. Le seguí y nos separamos en el rellano del piso. Un
momento después oí los pasos del viejo que golpeó en mi puerta. Cuando abrí quedó un momento
en el umbral y me dijo: «¡Discúlpeme, discúlpeme! ...» Le invité a entrar, pero no quiso. Miraba la
punta de los zapatos y le temblaban las manos costrosas. Sin mirarme de frente, me preguntó:
«¿No me lo han de agarrar, diga, señor Meursault? ¡Tienen que devolvérmelo! Si no, ¿qué va a ser
de mí?» Le dije que la perrera guardaba los perros tres días a disposición de los propietarios y que
después hacía con ellos lo que le parecía. Me miró en silencio. Luego dijo: «Buenas noches.»
Cerró la puerta. Le oí ir y venir. La cama crujió. Y por el extraño y leve ruido que atravesó el
tabique comprendí que lloraba. No sé por qué pensé en mamá. Pero tenía que levantarme
temprano al día siguiente. No tenía hambre y me acosté sin cenar.