Cuando me desperté comprendí por qué el patrón tenía aspecto descontento cuando le pedí los
dos días de licencia: hoy es sábado. Por decirlo así, lo había olvidado, pero se me ocurrió la idea al
levantarme. Naturalmente, el patrón pensó que con el domingo tendría cuatro días de licencia, y
eso no podía gustarle. Pero, por una parte, no es culpa mía que hayan enterrado a mamá ayer en
vez de hoy, y, por otra parte, hubiera tenido el sábado y el domingo de todos modos. Por supuesto,
esto no me impide comprender a mi patrón.
Me costó levantarme porque la jornada de ayer me había cansado. Mientras me afeitaba me
pregunté qué podía hacer y resolví ir a bañarme. Tomé el tranvía para ir al establecimiento de
baños del puerto. Allí me zambullí en la entrada. Había muchos jóvenes. En el agua encontré a
María Cardona, antigua dactilógrafa de mi oficina, a la que había deseado en otro tiempo. Creo
que ella también. Pero se había marchado poco después y no tuvimos ocasión. La ayudé a subir a
una con sa y rocé sus senos en ese movimiento. Yo estaba todavía en el agua cuando ella ya se
había colocado boca abajo sobre la balsa. Se volvió hacia mí. Tenía los cabellos sobre los ojos y
reía. Me icé a su lado sobre la balsa. El tiempo estaba espléndido y, como bromeando, dejé ir la
cabeza hacia atrás y la posé sobre su vientre. No dijo nada y quedé así. Me daba en los ojos todo
el cielo, azul y dorado. Bajo la nuca sentía latir suavemente el vientre de María. Nos quedamos
largo rato sobre la balsa, medio dormidos. Cuando el sol estuvo demasiado fuerte se zambulló y la
seguí. La alcancé, pasé la mano alrededor de su cintura y nadamos juntos. Ella reía siempre. En el
muelle mientras nos secábamos me dijo: «Soy más morena que tú.» Le pregunté si quería ir al
cine esa noche. Volvió a reír y me dijo que quería ver una película de Fernandel. Cuando nos
hubimos vestido pareció muy asombrada al verme con corbata negra y me preguntó si estaba de
luto. Le dije que mamá había muerto. Como quisiera saber cuándo, respondí: «Ayer.» Se
estremeció un poco, pero no dijo nada. Estuve a punto de decirle que no era mi culpa, pero me
detuve porque pensé que ya lo había dicho a mi patrón. Todo esto no significaba nada. De todos
modos uno siempre es un poco culpable.
Por la noche María había olvidado todo. La película era graciosa a ratos y, luego, demasiado
tonta, en verdad. Ella apretaba su pierna contra la mía. Yo le acariciaba los senos. Hacia el fin de
la función, la besé, pero mal. Al salir vino a mi casa.
Cuando me desperté, María se había marchado. Me había explicado que tenía que ir a casa de
su tía. Pensé que era domingo y me fastidió: no me gusta el domingo. Me di vuelta en la cama,
busqué en la almohada el olor a sal que habían dejado allí los cabellos de María, y dormí hasta las
diez. Luego estuve fumando cigarrillos hasta mediodía, siempre acostado. No quería almorzar en
el restaurante de Celeste como de costumbre, porque indudablemente me hubieran formulado
preguntas, cosa que no me gusta. Cocí unos huevos y los comí solos, sin pan, porque no tenía
más y no quería bajar a comprarlo.
Después del almuerzo me aburrí un poco y erré por el departamento. Resultaba cómodo cuando
mamá estaba allí. Ahora es demasiado grande para mí, y he debido trasladar a mi cuarto la mesa
del comedor. No vivo más que en esta habitación, entre sillas de paja un poco hundidas, el ropero
cuyo espejo está amarillento, el tocador y la cama de bronce. El resto está abandonado. Un poco
más tarde, por hacer algo, cogí un periódico viejo y lo leí. Recorté un aviso de las sales Kruschen y
lo pegué en un cuaderno viejo donde pongo las cosas que me divierten en los periódicos. También
me lavé las manos y, para concluir, me asomé al balcón.
Mi cuarto da sobre la calle principal del barrio. Era una hermosa tarde. Sin embargo, el
pavimento estaba grasiento; había poca gente y apurada. Pasó primero una familia que iba de
paseo: dos niños de traje marinero, los pantalones sobre las rodillas, un tanto trabados dentro de
las ropas rígidas, y una niña con un gran lazo color de rosa y zapatos de charol. Detrás de ellos,
una madre enorme vestida de seda castaña, y el padre, un hombrecillo bastante endeble que
conocía de vista. Llevaba sombrero de paja, corbata de lazo, y un bastón en la manestrepitosamente.su mujer comprendí por qué en el barrio se decía de él que era distinguido. Un poco más tarde
pasaron los jóvenes del arrabal, de pelo lustroso y corbata roja, chaqueta muy ajustada, bolsillo
bordado y zapatos de punta cuadrada. Pensé que iban a los cines del centro porque partían muy
temprano y se apresuraban a tomar el tranvía, riendo estrepitosamente.