Hoy trabajé mucho en la oficina. El patrón estuvo amable. Me preguntó si no estaba demasiado
cansado y quiso saber también la edad de mamá. Dije «alrededor de los sesenta» para no
equivocarme y no sé por qué pareció quedar aliviado y considerar que era un asunto concluido.
Sobre mi mesa se apilaba un montón de conocimientos y tuve que examinarlos todos. Antes de
abandonar la oficina para ir a almorzar me lavé las manos. Me gusta mucho ese momento a
mediodía. Por la tarde encuentro menos placer porque la toalla sin fin que utilizamos está
completamente húmeda; ha servido durante toda la jornada. Un día se lo hice notar al patrón. Me
respondió que era de lamentar, pero que asimismo era un detalle sin importancia. Salí un poco
tarde, a las doce y media, con Manuel, que trabaja en la expedición. La oficina da al mar y
perdimos un momento mirando los barcos de carga en el puerto ardiente de sol. En ese instante
llegó un camión en medio de un estrépito de cadenas y explosiones. Manuel me preguntó:
«¿Vamos?», y eché a correr. El camión nos dejó atrás y nos lanzamos en su persecución. El ruido
y el polvo me ahogaban. No veía nada más y no sentía otra cosa que el desordenado impulso de
la carrera, en medio de los tornos y de las máquinas, de los mástiles que danzaban en el horizonte
y de los cabos que esquivábamos. Fui el primero en tomar apoyo y salté al vuelo. Luego ayudé a
Manuel a sentarse. Estábamos sin resuello. El camión saltaba sobre el pavimento desparejo del
muelle, en medio del polvo y del sol. Manuel reía hasta perder el aliento.
Llegamos empapados a casa de Celeste. Allí estaba como siempre, con el vientre abultado, el
delantal y los bigotes blancos. Me preguntó si «andaba bien a pesar de todo.» Le dije que sí y que
tenía hambre. Comí rápidamente y tomé café. Luego volví a mi casa; dormí un poco porque había
bebido demasiado vino, y al despertar tuve ganas de fumar. Era tarde, y corrí para alcanzar un
tranvía. Trabajé toda la tarde. Hacía mucho calor en la oficina y cuando salí al atardecer me sentí
feliz caminando de vuelta lentamente a lo largo de los muelles. El cielo estaba verde. Me sentía
contento. Sin embargo, volví directamente a mi casa porque quería prepararme unas papas
hervidas.
Al subir topé en la escalera oscura con el viejo Salamano, mi vecino de piso. Estaba con su
perro. Hace ocho años que se los ve juntos. El podenco tiene una enfermedad en la piel, creo que
sarna, que le hace perder casi todo el pelo y lo cubre de placas y costras oscuras. A fuerza de vivir
con él, solos los dos en una pequeña habitación, el viejo Salamano ha concluido por parecérsele.
Tiene costras rojizas en el rostro y pelo amarillo y escaso. A su vez el perro ha tomado del amo
una especie de andar encorvado, con el hocico hacia adelante y el cuello tendido. Parecen de la
misma raza y, sin embargo, se detestan. Dos veces por día, a once y a las seis, el viejo lleva el
perro a pasear. Desde hace ocho años no han cambiado el itinerario. Puede vérseles a lo largo de
la calle de Lyon, el perro tirando hombre hasta que el viejo Salamano tropieza. Entonces pega al
perro y lo insulta. El perro se arrastra de terror y se deja arrastrar. Y el viejo debe tirar de él.
Cuando el perro ha olvidado, aplasta de nuevo al amo y de nuevo el amo le pega y lo insulta.
Entonces quedan los dos en la acera y se miran, el perro con terror, el hombre con odio. Así todos
los días. Cuando el perro quiere orinar, el viejo no le da tiempo y tira; el podenco siembra tras sí un
reguero de gotitas. Si por casualidad el perro lo hace en la habitación, entonces también le pega.
Hace ocho años que ocurre lo mismo. Celeste dice siempre que «es una desgracia», pero, en el
fondo, no se puede saber. Cuando lo encontré en la escalera, Salamano estaba insultando al
perro. Le decía: «¡Cochino! ¡Carroña!», y el perro gemía. Dije: «Buenas tardes», pero el viejo
continuó con los insultos. Entonces le pregunté qué le había hecho el perro. No me respondió.
Decía solamente: «¡Cochino! ¡Carroña!» Me lo imaginaba, inclinado sobre el perro, arreglando
alguna cosa en el collar. Hablé más alto. Entonces me respondió sin volverse, con una especie de
rabia contenida: «Se queda siempre ahí.» Y se marchó tirando del animal, que se dejaba arrastrar
sobre las cuatro patas y gemía.
En ese mismo momento entró el segundo vecino de piso. En el barrio se dice que vive de las
mujeres. Sin embargo, cuando se le pregunta acerca de su oficio, es «guardalmacén». En generque es poco querido. Pero me habla a menudo y a veces entra un momento en mi habitación porque yo
le escucho. Encuentro interesante lo que dice. Por otra parte, no tengo razón alguna para no
hablarle. Se llama Raimundo Sintés. Es bastante pequeño, con hombros anchos y nariz de
boxeador. Va siempre muy correctamente vestido. También él me ha dicho, hablando de
Salamano: «¡Dígame si no es una desgracia!» Me preguntó si no me repugnaba y respondí que no.