Trabajé mucho toda la semana. Raimundo vino y me dijo que había enviado la carta. Fui dos
veces al cine con Manuel, que nunca comprende lo que sucede en la pantalla. Siempre hay que
darle explicaciones. Ayer era sábado, y María vino, como habíamos convenido. La deseé mucho
porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de cuero. Se adivinaban sus
senos firmes, y el tostado del sol le daba un rostro de flor. Tomamos un autobús y fuimos a
algunos kilómetros de Argel a una playa encerrada entre rocas y rodeada de cañaverales del lado
de la ribera. El sol de las cuatro no calentaba demasiado, pero el agua estaba tibia, con pequeñas
olas alargadas y perezosas. María me enseñó un juego. Al nadar había que beber en la cresta de
las olas, conservar en la boca toda la espuma, y ponerse en seguida de espaldas para proyectarla
hacia el cielo. Se formaba entonces un encaje espumoso que se desvanecía en el aire o caía
como lluvia tibia sobre la cara. Pero al cabo sentí la boca quemada por la amargura de la sal.
María se me acercó entonces y se estrechó contra mí en el agua. Puso su boca contra la mía. Su
lengua refrescaba mis labios y rodamos entre las olas durante un momento.
Cuando nos vestimos nuevamente en la playa, María me miraba con ojos brillantes. La besé. A
partir de ese momento no hablamos más. La estreché contra mí y nos apresuramos a buscar un
autobús, regresar, ir a casa y arrojarnos sobre la cama. Había dejado la ventana abierta y era
agradable sentir derramarse la noche de verano sobre nuestros cuerpos morenos.
Esa mañana María se quedó y le dije que almorzaríamos juntos. Bajé a comprar carne. Al subir
oía una voz de mujer en la habitación de Raimundo. Poco después, el viejo Salamano regañó al
perro, oímos ruido de suelas y uñas en los peldaños de madera de la escalera y luego: «¡Cochino!
¡Carroña!» Salieron a la calle. Conté a María la historia del viejo y se rió. Tenía puesto uno de mis
pijamas cuyas mangas había recogido. Cuando rió, tuve nuevamente deseos de ella. Un momento
después me preguntó si la amaba. Le contesté que no tenía importancia, pero que me parecía que
no. Pareció triste. Mas al preparar el almuerzo, y sin motivo alguno, se echó otra vez a reír de tal
manera que la besé. En ese momento el ruido de una disputa estalló en la habitación de
Raimundo.
Se oyó al principio una voz aguda de mujer y luego a Raimundo que decía: «¡Me has engañado,
me has engañado! Yo te voy a enseñar a engañarme.» Algunos ruidos sordos y la mujer aulló,
pero de tan terrible manera que inmediatamente el pasillo se llenó de gente. También María y yo
salimos. La mujer gritaba sin cesar y Raimundo pegaba sin cesar. María me dijo que era terrible y
no respondí. Me pidió que fuese a buscar a un agente, pero le dije que no me gustaban los
agentes. Sin embargo, llegó con el inquilino del segundo, que es plomero. Golpeó en la puerta y no
se oyó nada más. Golpeó con más fuerza y, al cabo de un momento, la mujer lloró otra vez y
Raimundo abrió. Tenía un cigarrillo en la boca y el aire dulzón. La muchacha se precipitó hacia la
puerta y declaró al agente que Raimundo le había pegado. «Tu nombre», dijo el agente. Raimundo
respondió. «Quítate el cigarrillo de la boca cuando me hablas», dijo el agente. Raimundo titubeó,
me miró y se quedó con el cigarrillo. Entonces el agente le cruzó la cara al vuelo con una bofetada
espesa y pesada, en plena mejilla. El cigarrillo cayó algunos metros más lejos. Raimundo se
demudó, pero no dijo nada en seguida. Luego preguntó con voz humilde si podía recoger la colilla.
El agente respondió que sí y agregó: «Pero la próxima vez sabrás que un agente no es un
monigote.» Mientras tanto, la muchacha lloraba y repetía: «¡Me golpeó! ¡Es un rufián!» «Señor
agente", preguntó entonces Raimundo, «¿permite la ley que se llame rufián a un hombre?» Pero el
agente le ordenó «cerrar el pico.» Raimundo se volvió entonces hacia la muchacha y le dijo:
«Espera, chiquita, ya nos volveremos a encontrar.» El agente le dijo que se callara, que la
muchacha debía marcharse y él permanecer en la habitación aguardando que la comisaría lo
citara. Agregó que Raimundo debería de sentirse avergonzado de estar borracho al punto de
temblar como lo hacía. Entonces Raimundo le explicó: «No estoy borracho, señor agente. Estoy
aquí, delante de usted, y tiemblo contra mi voluntad.» Cerró la puerta y todos se fueron. María y yoconcluimos de preparar el almuerzo. Pero ella no tenía hambre; yo comí casi todo. A la una se fue
y dormí un poco.