Todos tomamos café, servido por el portero. Después, no sé más. La noche pasó. Recuerdo que
en cierto momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían amontonados, excepto uno que me
miraba fijamente, con la barbilla apoyada en el dorso de las manos aferradas al bastón, como si no
esperase sino mi despertar. Luego volví a dormirme. Me desperté porque cada vez me dolía mas
la cintura. El día resbalaba sobre el techo de vidrio. Poco después uno de los ancianos se
despertó, y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a cuadros y cada una de las escupidas era
como un desgarramiento. Despertó a los demás, y el portero dijo que debían marcharse. Se
levantaron. La incómoda velada les había dejado los rostros de color ceniza. Al salir, con gran
asombro mío, todos me estrecharon la mano, como si esa noche durante la cual no cambiamos
una palabra hubiese acrecentado nuestra intimidad.
Estaba fatigado. El portero me condujo a su habitación y pude arreglarme un poco. Tomé café
con leche, que estaba muy bueno. Cuando salí era completamente de día. Sobre las colinas que
separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y el viento traía olor a sal. Se preparaba
un hermoso día. Hacía mucho que no iba al campo y sentía el placer que habría tenido en
pasearme de no haber sido por mamá.
Pero esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no tenía más
sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esta hora se levantaban para ir al trabajo; para mí
era siempre la hora más difícil. Reflexioné un momento sobre esas cosas, pero me distrajo una
campana que sonaba en el interior de los edificios. Hubo movimientos detrás de las ventanas:
luego, todo quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el cielo; comenzaba a calentarme los
pies. El portero cruzó el patio y me dijo que el director me llamaba. Fui a su despacho. Me hizo
firmar cierta cantidad de documentos. Vi que estaba vestido de negro con pantalón a rayas. Tomó
el teléfono y me interpeló: «Los empleados de pompas fúnebres han llegado hace un momPérez.Voy a pedirles que vengan a cerrar el féretro. ¿Quiere usted ver antes a su madre por última vez?»
Dije que no. Ordenó por teléfono, bajando la voz: «Figeac, diga usted a los hombres que pueden
ir.»
En seguida me dijo que asistiría al entierro y le di las gracias. Se sentó ante el escritorio y cruzó
las pequeñas piernas. Me advirtió que yo y él estaríamos solos, con la enfermera de servicio. En
principio los pensionistas no debían de asistir a los entierros.
El sólo les permitía velar. «Es cuestión de humanidad», señaló. Pero en este caso había
autorizado a seguir el cortejo a un viejo amigo de mamá: «Tomás Pérez». Aquí e director sonrió.
Me dijo: «Comprende usted, es un sentimiento un poco pueril. Pero él y su madre casi no se
separaban. En el asilo les hacían bromas; le decían a Pérez: 'Es su novia.' Pérez reía. Aquello les
complacía. La muerte de la señora de Meursault le ha afectado mucho. Creí que no debía de
negarle la autorización. Pero le prohibí velarla ayer, por consejo del médico visitador.»
Quedamos silenciosos bastante tiempo. El director se levantó y miró por la ventana del
despacho. Después de un momento observó:
«Ahí está el cura de Marengo. Viene antes de la hora.» Me advirtió que llevaría tres cuartos de
hora de marcha, por lo menos, llegar a la iglesia, que se halla en el pueblo mismo. Bajamos,
Delante del edificio estaban el cura y dos monaguillos. Uno de éstos tenía el incensario, y el
sacerdote se inclinaba hacia él para regular el largo de la cadena de plata. Cuando llegamos, el
sacerdote se incorporó. Me llamó "hijo mío" y me dijo algunas palabras. Entró; yo le seguí.
Vi de una ojeada que los tornillos del féretro estaban hundidos y que había cuatro hombres
negros en la habitación. Oí al mismo tiempo al director decirme que el coche esperaba en la calle y
al sacerdote comenzar las oraciones. A partir de ese momento todo se desarrolló muy
rápidamente. Los hombres avanzaron hacia el féretro con un lienzo. El sacerdote, sus
acompañantes, el director y yo salimos. Delante de la puerta estaba una señora que no conocía.
«El señor Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la señora y comprendí solamente que era
la enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa el rostro huesudo y largo. Luego nos apartamos
para dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los hombres que lo llevaban y salimos del asilo. Delante de
la puerta estaba el coche. Lustroso, oblongo y brillante, hacía pensar en una caja de lápices. A su
lado estaban el empleado de la funeraria, hombrecillo de traje ridículo y un anciano de aspecto
tímido. Comprendí que era Pérez. Llevaba un fieltro blando de copa redonda y alas anchas (se lo
quitó cuando el féretro pasó por la puerta) un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos, y
un lazo de género negro demasiado pequeño para la camisa de cuello blanco grande. Los labios le
temblaban bajo la nariz mechada de puntos negros. Los cabellos blancos, bastante finos, dejaban
pasar unas curiosas orejas, colgantes y mal orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en
aquella pálida fisonomía. El hombre de la funeraria nos indicó nuestros lugares. El sacerdote
caminaba delante; luego el coche; en torno de él, los cuatro hombres. Detrás, el director, yo y,
cerrando la marcha, la enfermera delegada y Pérez.