capitulo 3

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Charló mucho en seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que
acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le
interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego recordé que antes de llevarme a
ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto
antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado
que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a
veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir
corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: «Cállate, no son cosas para contarle
al señor.» El viejo había enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no,
pero no...» Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.
En el pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se
sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas
era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir:
«ellos», «los otros» y, más raramente, «los viejos», al hablar de los pensionistas, algunos de los
cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y, en
cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche habíase
espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el conmutador y quedé
cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para cenar. Pero no
tenía hambre. Me ofreció entonces traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el
café con leche, acepté, y un momento después regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de
fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné. No tenía
importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos.
En un momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su señora madre van a venir a velarla
también. Es la costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro.» Le pregunté si se podía
apagar una de las lámparas. El resplandor de la luz contra las paredes blancas me fatigaba. Me
dijo que no era posible. La instalación estaba hecha así: o todo o nada. Después no le presté
mucha atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas apiló tazas en torno de una
cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro lado de mamá. También estaba la enfermera, en
el fondo, vuelta de espaldas. Yo no veía lo que hacía. Pero por el movimiento de los brazos me
pareció que tejía. La temperatura era agradable, el café me había recalentado y por la puerta
abierta entraba el aroma de la noche y de las flores. Creo que dormité un poco.Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más
deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada
ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos. En ese momento
entraron los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se deslizaban en silencio en medio de
aquella luz enceguecedora. Se sentaron sin que crujiera una silla. Los veía como no he visto a
nadie jamás, y ni un detalle de los rostros o de los trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía
y me costaba creer en su realidad. Casi todas las mujeres llevaban delantal, y el cordón que les
ceñía la cintura hacía resaltar aún más sus abultados vientres. Nunca había notado hasta qué
punto podían tener vientre las mujeres ancianas. Casi todos los hombres eran flaquísimos y
llevaban bastón. Me llamaba la atención no ver los ojos en los rostros, sino solamente un
resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se hubieron sentado, casi todos me
miraron e inclinaron la cabeza con modestia, los labios sumidos en la boca desdentada, sin que
pudiera saber si me saludaban o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Advertí
en ese momento que estaban todos cabeceando, sentados enfrente de mí, en torno del portero.
Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban allí para juzgarme.
Poco después una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por una de sus
compañeras, y no la veía bien. Lloraba con pequeños gritos, regularmente; me parecía que no se
detendría jamás. Los demás parecían no oírla. Se mostraban abatidos, tristes y silenciosos.
Miraban el féretro o a sus bastones, o a cualquier cosa, pero no miraban a nada más. La mujer
seguía llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido no oírla más.
Sin embargo, no me atrevía a decírselo. El portero se inclinó hacia ella y le habló, pero sacudió la
cabeza, murmuró algo, y continuó llorando con la misma regularidad. El portero vino entonces
hacia mi lado. Se sentó cerca de mí. Después de un rato bastante largo me informó sin mirarme:
«Estaba muy unida con su señora madre. Dice que era su única amiga aquí y que ahora ya no le
queda nadie »
Quedamos un largo rato así. Los suspiros y los sollozos de la mujer se hicieron más raros.
Sorbía mucho, luego calló por fin. Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me dolía la
cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas gentes. Sólo de vez en cuando oía un
ruido singular y no podía comprender qué era. A la larga acabé por adivinar que algunos de los
ancianos chupaban el interior de las mejillas y dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan
absortos estaban en sus pensamientos que ni se daban cuenta. Tenía la impresión de que aquella
muerta, acostada en medio de ellos, no significaba nada ante sus ojos Pero creo ahora que era
una impresión falsa

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