El cielo estaba lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba
rápidamente. No sé por qué habíamos esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha. Tenía
calor con mi traje oscuro El viejecito, que se había cubierto, se quitó nuevamente el sombrero. Me
había vuelto un poco hacia su lado y le miraba cuando el director me habló de él. Me dijo que a
menudo mi madre y Pérez iban a pasear por la tarde hasta el pueblo, acompañados por una
enfermera. Miré el campo a mi alrededor. A través de las líneas de cipreses que aproximaban las
colinas al cielo, de aquella tierra rojiza y verde, de aquellas casas, pocas y bien dibujadas,
comprendía a mi madre. La tarde, en esta región, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy,
el sol desbordante que hacía estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y deprimente.
Nos pusimos en marcha. En ese momento noté que Pérez renqueaba ligeramente. Poco a poco
el coche tomaba velocidad y el anciano perdía terreno. Uno de los hombres que rse eaban el coche
también se había dejado pasar y caminaba ahora a mi altura. Me sorprendía la rapidez con qué el
sol se elevaba en el cielo. Advertí que hacía ya tiempo que el campo resonaba con el canto de los
insectos y el crujir de la hierba. El sudor me corría por las mejillas. Como no tenía sombrero, me
abanicaba con el pañuelo. El empleado de pompas fúnebres me dijo entonces algo que no oí. Al
mismo tiempo se enjugaba el cráneo con un pañuelo que tenía en la mano izquierda, mientras que
con la derecha levantaba el borde de la gorra. Le dije: «¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Está
sofocante.» Dije: «Sí.» Poco después me preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?» Otra vez dije:
«Sí.» «¿Era vieja?» Respondí: «Más o menos», pues no sabía la edad exacta. En seguida se calló. Me di vuelta y vi al viejo Pérez a unos cincuenta metros detrás de nosotros. Se apresuraba
columpiando el sombrero al vaivén del brazo Mire también al director. Caminaba con mucha
dignidad, sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente pero no las enjugaba.
Me pareció que el cortejo marchaba un poco mas de prisa. A mi alrededor continuaba siempre el
mismo campo luminoso colmado de sol. El resplandor del cielo era insostenible. En un momento
dado pasamos por una parte del camino que había sido arreglada recientemente: El sol había
hecho estallar el alquitrán. Los pies se hundían en el y dejaban abierta su carne brillante. Por
encima del coche, la galera luciente del cochero parecía haber sido amasada con ese fango negro.
Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro
viscoso del alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol,
el olor del cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche de
insomnio, me turbaba la mirada y las ideas. Me volví una vez más: Pérez me pareció muy lejos,
perdido en una nube de calor; luego, no lo divisé más. Lo busqué con la mirada y vi que había
dejado el camino y tomado a campo traviesa. Comprobé también que el camino doblaba delante
de mí. Comprendí que Pérez, que conocía la región, cortaba campo para alcanzarnos. Al dar la
vuelta se nos había reunido. Luego lo perdimos. Volvió a tomar a campo traviesa, y así varias
veces. Yo sentía la sangre que me golpeaba en las sienes.
Todo ocurrió en seguida con tanta precipitación, certidumbre y naturalidad, que no recuerdo
nada más. Sólo una cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló. Tenía una voz
singular, que no correspondía a su rostro; una voz melodiosa y trémula. Me dijo: «Si uno anda
despacio, corre el riesgo de una insolación. Pero si anda demasiado aprisa, transpira y, en la
iglesia, pesca un resfriado.» Tenía razón. No había escapatoria. Todavía retengo algunas
imágenes de aquel día: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando se nos reunió cerca del pueblo por
última vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le chorreaban por las mejillas. Pero las
arrugas no las dejaban caer. Se extendían, se juntaban y formaban un barniz de agua sobre el
rostro marchito. Hubo también la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos en las
tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (habríase dicho un títere dislocado), la tierra
color de sangre que rodaba sobre el féretro de mamá, la carne blanca de las raíces que se
mezclaban, gente aún, voces, el pueblo, la espera delante de un café el incesante ronquido del
motor, y mi alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que iba a
acostarme y a dormir durante doce horas.