Bebió un vaso de vino y se levantó. Apartó los platos y la poca morcilla fría que habíamos
dejado. Limpió cuidadosamente el hule de la mesa. Sacó de un cajón de la mesa de noche una
hoja de papel cuadriculado, un sobre amarillo, un pequeño cortaplumas de madera roja y un tintero
cuadrado, con tinta violeta. Cuando me dijo el nombre de la mujer vi que era mora. Hice la carta.
La escribí un poco al azar, pero traté de contentar a Raimundo porque no tenía razón para no
dejarlo contento. Luego leí la carta en alta voz. Me escuchó fumando y asintiendo con la cabeza, y
me pidió que la releyera. Quedó enteramente contento. Me dijo: «Sabía que tú conocías la vida.»
Al principio no advertí que me tuteaba. Sólo cuando me declaró: «Ahora eres un verdadero
camarada, me llamó la atención. Repitió la frase, y dije: «Sí.» Me era indiferente ser su camarada y
él realmente parecía desearlo. Cerró el sobre y terminamos el vino. Luego quedamos un momento
fumando sin decir nada. Afuera todo estaba en calma y oímos deslizarse un auto que pasaba. Dije:
«Es tarde.» Raimundo pensaba lo mismo. Hizo notar que el tiempo pasaba rápidamente, y, en
cierto sentido, era verdad. Tenía sueño, pero me costaba levantarme. Debía de tener aspecto
fatigado porque Raimundo me dijo que no había que dejarse abatir. En el primer momento no
comprendí. Me explicó entonces que se había enterado de la muerte de mamá pero que era una
cosa que debía de llegar un día u otro. Era lo que yo pensaba.
Me levanté. Raimundo me estrechó la mano con fuerza y me dijo que entre hombres siempre
acaba uno por entenderse. Al salir de la pieza cerré la puerta y quedé un momento en el rellano,
en la oscuridad. La casa estaba tranquila y de las profundidades de la caja de la escalera subía un
soplo oscuro y húmedo. No oía más que los golpes de la sangre zumbándome en los oídos y
quedé inmóvil. Pero en la habitación del viejo Salamano el perro gimió sordamente.