Capítulo 8

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Aquella tarde, podría jurar que el abuelo Ateara estaba más nervioso y gruñón que de costumbre. Su entrecejo se encontraba ligeramente fruncido, al igual que sus labios, y a cada tanto realizaba llamadas telefónicas donde sólo asentía con un tosco sonido afirmativo.

Mandy, quien estaba sentada junto a mí, también parecía saber que algo no andaba del todo bien, aunque fingía estar haciendo los deberes de física con más esmero del que normalmente se requiere para hacerlos.

—Entonces la distancia que recorre el ferrocarril desde el punto A hasta el punto B es de 17km, —musitó ella, anotando todo con velocidad en su libreta de color violeta, soplando un mechón de cabello rubio que había posado frente a sus ojos—. Debes recordar que la distancia y el desplazamiento de un móvil o un objeto no es lo mismo.

— ¿Te parece si descansamos un rato? Está empezando a dolerme la espalda por estar tanto tiempo sentada —sonreí con vergüenza, posando mi mano izquierda en el punto bajo de mi columna, haciéndome un suave masaje con los nudillos.

—Me parece bien, creo que hemos adelantado bastante por hoy, Bi —se acomodó las gafas de pasta, elevando las comisuras de sus labios en un atisbo de sonrisa—. Mi papá ya debe estar en camino, se nos pasó volando la tarde.

— ¡Tienes razón! —Indiqué, dándole una ojeada al reloj que estaba colgado en la pared, viendo que ya eran las ocho de la noche. Llevábamos desde las 3 haciendo todas las tareas que nos habían enviado en esta semana—. Tengo hambre. Le preguntaré a Quil si quiere que ordenemos comida antes de que te vayas. Dame un segundo, vuelvo enseguida.

Me levanté de la silla dando un brinquito, saliendo del comedor (donde habíamos estado haciendo los deberes), encaminando hacia las escaleras que conducían a la segunda planta. Subí de dos en dos, tarareando una melodía que había inventado justo en ese momento, dirigiéndome a la habitación de mi primo.

Al estar en enfrente a la puerta marrón, toqué tres veces con el puño antes de escuchar a mi primo gritar que estaba abierto y que pasase.

—Oye, Quil, ¿quieres comer pizza? —le pregunté con voz cantarina, entrando al cuarto, viendo cómo él escribía en su teléfono.

— ¿Esa pregunta no tiene respuesta para ti? —siguió tecleando a toda velocidad, sin dignarse a mirarme—. Que sea con doble queso, por favor. Y salchichón.

—La cosa, primito, es—fingí una voz más aguda, inclinándome en las puntillas de mis pies y llevando mis manos a la espalda, queriendo ser más tierna para mis propósitos— que no tengo dinero.

—Toma 20 dólares de mi cartera, pero a la siguiente, pagarás tú —él estaba realmente concentrando en su teléfono, ya que no dejaba de verlo ni por un instante.

—Está bien, ¡gracias! —caminé hasta su escritorio, tomando su billetera y sacando el efectivo—. ¿Estás hablando con una chica? —cuestioné, arqueando las cejas con diversión.

—Desearía —bufó, poniendo cara de frustración y frunciendo el entrecejo con molestia—. ¡No puedo pasar este jodido juego! ¡Maldito sea el inventor de Candy Crush! ¿¡Por qué tiene que ser tan adictivo!?

Empecé a reírme mientras salía de su habitación con el dinero en la mano.

Bajé rápidamente las escaleras, encontrándome cara a cara con Amanda, casi colisionando con su cuerpo esbelto. Ella se veía avergonzada, ya que tenía un ligero rubor en sus mejillas.

—Mi papá ya llegó, Bi —murmuró, apenada, sin mirarme a los ojos.

—Oh —hice un suave puchero—. Será para la próxima que comamos pizza, ¿sí?

Out of the WoodsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora