Capitulo 8

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El grupo de música country que había contratado Serena para ese fin de semana no levantó tantas pasiones como el grupo de Seiya, pero eran buenos. Llevaban tres noches haciéndola bailar detrás de la barra mientras preparaba las copas que Dinah le pedía sin descanso.

Serena se imaginó que el hecho de que los músicos fueran cuarentones y panzudos tenía que ver con que hubiera pocas mujeres jóvenes entre el público. Los conciertos eran buenos y entretuvieron a la audiencia que se congregó cada noche. Serena sirvió muchas copas, ganó muchas propinas e hizo felices a los amantes de la música country de Kendall.

Healer no demostró rechazo por todo aquello, lo que decía mucho en su favor. Ella había creído que, dada su pasión por el rock and roll, no le gustaría el country. Pero no le importaba escucharlo. Lo que detestaba era bailar en línea. Serena lo descubrió el domingo por la noche, cuando intentó que lo acompañara a la pista de baile.

—Vamos, dales una alegría a las mujeres de la pista —dijo ella cuando él preguntó en qué podía ayudar.

—No lo dices en serio, ¿verdad? —le preguntó él.

—¿No te gusta la música country?

—Me gusta casi toda la música, excepto la ópera. La música country no está mal —respondió él—. Pero lo de bailar en línea es para los ancianos en los banquetes de boda.

Ella sonrió e hizo una seña hacia las mujeres jóvenes que estaban bailando.

—No todas son unas ancianas. Y llevan toda la noche comiéndote con los ojos. Vamos, alégrales la vista.

Él frunció el ceño.

—Antes me pondría un tanga y bailaría el mambo, que ponerme a bailar en línea.

—De acuerdo, tampoco quiero que les alegres tanto la vista —replicó ella. Él esbozó una sonrisa traviesa.

Serena se giró hacia un cliente que esperaba que lo atendieran en el otro Extremo de la barra y anotó su pedido. Luego dirigió una mirada pícara a Healer por encima de su hombro y comenzó a preparar el pedido.

—¿Qué tienes tú con la ropa interior femenina? —le preguntó.

Ella debería haber sabido que no debía provocarle. Healer se colocó justo detrás de ella, tan cerca, que las zonas más cálidas y duras de su parte frontal presionaban justo contra la espalda y el trasero de ella. Ella gimió en voz baja y sintió que las mejillas le ardían. Pero él no se detuvo. En lugar de eso, le rodeó la cintura con un brazo y comenzó a besarle el cuello.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no te las he quitado a mordiscos esta semana porque quiero ponérmelas yo? —murmuró él con un gemido hambriento.

A juzgar por su carcajada, el hombre de la barra, un cliente habitual, oyó el comentario. Echó hacia atrás su sombrero vaquero y golpeó la barra con la palma de la mano.

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