Capítulo 5

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(Museo Guggenheim en multimedia)

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Narrador omnisciente:

La noche se le hizo eterna. Acalorada y triste, Laura se pasó horas y horas dando vueltas, avergonzada porque su cuerpo frustrado se negaba a dejarla en paz. Si aquel era el efecto secundario al enamoramiento, se alegraba de que no le hubiese pasado antes. De todos modos, después de insultarlo jamás tendría la oportunidad de decirle a Domenico lo que sentía. Claro que daba igual. Cualquier relación entre ellos resultaba poco practica; tanto geográficamente como de otro modo. Mejor cortar antes de hacerse más daño.

Suspiró en la oscuridad. Sus relaciones con los hombres en el pasado habían sido asunto sin importancia, sin arrepentimiento cuando se terminaban. Salvo Edward. La había sorprendido con la escena del Ritz porque se conocían desde niños, y ella jamás lo habría imaginado de él. Le pesaba haber perdido su amistad, pero eso no le quitaba el sueño de noche. Mientras que la idea de no volver a ver a Domenico le resultaba insoportable. Laura ahogó un sollozo de desesperación, encendió la luz y fue a retirar su guía de la mesilla. La visita al Guggenheim tendría que hacerla sola, de modo que lo mejor sería dejar de pensar en dormir y tratar de averiguar cómo llegar hasta allí.

Después de estudiar la mejor ruta, Laura sacó un libro de bolsillo de su maleta e intentó leer, pero al ver que la historia iba mucho mejor encaminada que la suya propia, apagó la luz. Se acordó del regalo de despedida que le había comprado, la corbata de seda, y gimió para sus adentros. Tendría que encontrar el modo de dárselo a Domenico. Llevárselo a su apartamento quedaba descartado. Tendría que llevárselo a su hotel. Estuviera donde estuviera. Domenico se había mostrado de lo más reservado con el asunto.

Laura se levantó temprano a la mañana siguiente, sintiéndose grogui por la falta de sueño y por la sobredosis de emoción. Para poder quitarse un poco el atontamiento, permaneció un rato en la ducha y después se esmeró bastante para arreglarse el pelo. Cuando lo había cepillado y recogido en un moño tirante, se puso la última camiseta blanca que le quedaba limpia y unos vaqueros, se guardó la guía y unas cuantas postales en la bolsa de lona y bajó al vestíbulo.

La señora Rossi estaba en la recepción, sonriéndole.

Buon giorno, señorita Green.

—Buenos días —Laura le sonrió avergonzada—. Me temo que he olvidado el nombre del hotel donde trabaja el señor Chiesa. ¿Lo conoce usted por un casual?

—Pero por supuesto. Es el palacio Forli —dijo la mujer con expresión sorprendida.

—Gracias. ¿Está lejos de aquí?

Tras las explicaciones de la mujer, Laura salió a tomar café y por una vez se sentó a una mesa a tomárselo. Miró las postales y escogió una que mostraba la terraza del Florian y escribió un breve mensaje para acompañar a la corbata: Para Domenico, muchas gracias por toda tu amabilidad, Laura.

Se le cayó el alma a los pies cuando dio con el Palacio Forli, que no podía diferir más del Locanda Verona. El vestíbulo era todo pilares, espejos y frescos, con grandes urnas de flores, candelabros de cristal veneciano y un suelo de mármol rosado que tuvo que cruzar para llegar al mostrador de recepción, dirigido no por Domenico como ella se había temido en un principio, sino por dos hombres jóvenes que le sonrieron cuando se acercó.

Laura les dio los buenos días en inglés y seguidamente les entregó el paquete con la postal que había metido dentro.

—Para el señor Domenico Chiesa —le dijo brevemente a uno de ellos cuando se ofreció a ayudarla.

Pasión en VeneciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora