El hijo del sol

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El rey de los cielos anterior al dios del agua había sido Teshub, padre de Azariel que, a su vez, era también hijo de la diosa suprema: Marbiteras. Ella era la diosa del sol legítima y su poder había sido tan grande que a medida que su fuerza fue debilitándose (porque era inmortal, pero no eterna) logró engendrar, sola y por cuenta propia, un heredero. 

Sin embargo, pese a que este heredero era su propia carne y esencia no podían ser igualados en poder, y pronto todo el reino celestial comenzó a murmurar a espaldas de Teshub, aludiendo a que era débil y no merecía ser el rey. Las miradas fueron puestas entonces en el hermano menor de Marbiteras, cuyo nombre era Ruka y se decía que era el dios de la buena fortuna. Tristemente no es posible afirmar esto debido a que hace ya muchos milenios que su existencia no es más que una mera leyenda recordada por un puñado de sabios moribundos.

La diosa del sol no pudo tolerar que, después de tanto tiempo gobernando aquel mundo, todos aquellos quienes le debían respeto no dudaran en cambiar sus intereses hacia otro y, de una forma más convencional que la anterior, engendró otro hijo llamado Ellel. 

Ellel tampoco fue poderoso como Marbiteras, e incluso lo fue menos que su hermano Teshub. Era justo, honrado, sabio, valiente y seguro, pero sus poderes se limitaban a correr unas pocas nubes y teñirlas de negro, no lograba siquiera alzar el sol o arrastrar el ocaso. Sus consejos eran enormemente valorados pero su carencia de fuerza lo hacía a un lado como figura posible al trono.

Los años pasaban y Marbiteras se volvía cada vez más débil y en su debilidad no hallaba a nadie que se le comparara. Sus hijos no lo habían logrado y ya ni siquiera su hermano era una posibilidad, había desaparecido del reino celestial y para ella era mejor que siguiera allí, ya que había cometido grandes deshonras y, si se atrevía a regresar, tendría que matarlo.

Tanto tiempo pasó que Ellel tomó por esposa a una diosa menor de nombre Hestia, con quien tuvo una hermosa hija cuyos dones para la naturaleza podían verse reflejados en sus tiernos ojos. A muy temprana edad, Dafne había demostrado un amplio control no solo de la tierra, sino de todos los elementos que confluyen en ella, transformándose primero en tigre, luego en águila y finalmente en ciervo. Céfiro, su segundo hijo, demostró unos increíbles dotes para el control de los vientos y Merbiteras comenzó a reflexionar al respecto: Ellel no podía ser rey, no era un heredero puro como lo era Teshub, quien no tenía la fortaleza necesaria para serlo tampoco. Sin embargo, ambos hijos de Ellel, sobretodo la primogénita, habían demostrado un poder mayor al de sus padres. Entonces, ¿qué tan poderoso sería un hijo de Teshub?

Fue entonces cuando le surgió la posibilidad de recomponer una relación que estaba ya más que descompuesta. Había llegado a sus oídos que su antigua enemiga, casi tan vieja como ella, Kuzu, había tenido una hija. La niña lucía pálida y apagada, no sería extraño pensar que sus dotes eran oscuros como sus ojos y que estaban relacionados con la muerte, pero Marbiteras vio algo más allá. Si Ellel y Hestia, quien era una diosa con cierto control sobre el fuego nada considerable, habían tenido semejantes hijos, esta criatura casi azulada quizás podría servir para Teshub. Y, si al final de cuentas su heredero era otro fracaso para el trono, ¿qué más tenía que perder? Dafne no podía heredarlo, Ruka no podía regresar y sus hijos no eran respetados por el resto de los dioses. Todo estaba perdido y cada vez más voces se alzaban en la corte, el descontento reinaba entre los palacios y murmullos de rebeliones y guerras comenzaban a circular. 

Los arpas sonaron, se liberaron cientos de aves blancas al cielo y las aguas se levantaron para celebrar el himeneo del hijo del sol. La diosa de la luna, como se la había llamado una vez que contrajo matrimonio con el dios del sol, engendró no mucho tiempo después el ser inmortal más maravilloso que nunca nadie en aquel reino podría haber imaginado. Cuando su primer llanto se oyó en el gran salón, una parte de Merbiteras salió expulsada de su interior y rodeó al niño. Era una enorme espiral de energía, sin forma ni color al principio, solo brillo puro. 

El dragón se formó poco a poco, lentamente mientras las lágrimas del pequeño caían sobre los brazos de su madre. El asombro no dejaba de ser moneda corriente entre aquellos que presenciaron este nacimiento que, aunque habían vivido miles de año y algunos incluso había visto nacer a los mortales más importantes del mundo humano, nada se asemejaba a este acto de creación. Después de unos cuantos minutos el dragón se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que al final no quedó nada de él más que una forma alargada y llena de escamas pegada a la piel del niño desde la cintura hasta el hombro izquierdo. 

Sus ojos se abrieron y reflejaron un azul profundo como el océano, aquel sobre el cual nadie había podido obtener control total ya que su vastedad no cabía incluso en la atención de un ser inmortal. Pero lo que más asombró a la reina suprema no fue la marca del dragón, ni tampoco el color de sus ojos. No, fue mucho más que eso. Era algo que no estaba allí, a la vista de todos, una conexión que solo existía entre ellos. Más que con sus hijos, más que con los hijos de Ellel, Merbiteras sabía que este niño sería indiscutiblemente un hijo del sol, legítimo heredero suyo, sangre de su sangre y que el poder que necesitaba para seguir gobernando a través de él estaba ahora en sus manos.

Es por esta conexión y ansías de poder, tanto de sus padres como de su abuela, que Azariel fue un niño triste. Alejado de todo y todos, su crianza fue estricta y siempre en beneficio de otros. No recordaba haber tenido ni una vez un abrazo de su madre o haber sostenido la mano de su padre, no conocía el rostro de su abuela aunque en su interior sentía aquel vínculo indestructible que compartían. 

Fue por esta causa que cometió el terrible error de pensar que, como nunca se había hecho nada en base a sus propios intereses –a los cuales había renunciado ya a temprana edad–, si por única vez solicitaba algo a sus padres estos se lo otorgarían como premio a tantos años de silencio y obediencia. Que no le interesaban las intrigas y asuntos políticos, eso era cierto. Que no deseaba gobernar y prefería que su primo Céfiro lo hiciera, también. Pero, si debía hacerlo, lo haría. A fin de cuentas no tendría que hacer demasiado, ya que le habían dejado en claro que no era más que un títere y no tenía un verdadero valor más que como figura poderosa en aquel mundo. Aún era muy joven, y era demasiado ingenuo. Pasaba horas observando el mundo humano y así se enamoró de una muchacha que podría decirse que estaba más muerta que viva, pero su amor fue tan profundo y sincero que rompió órdenes, promesas e incluso desafió sus propios límites ya que puso en práctica poderes que nunca había tenido que utilizar.

La historia de Azariel y Silene fue trágica, y muchos dioses cantores y musas tejieron canciones con sus lágrimas. Dicen que alguna vez se reencontraron, pero que nuevamente ella fue expulsada del reino celestial por la diosa de la luna, y que además él se exilió a su lado en el mundo humano. Pero la diosa lunar y la diosa solar no podían permitir que él huyera de esta forma de sus garras, lo necesitaban para mantener el reino celestial con vida y en una falsa paz, conteniendo a quienes ya le debían su respeto al dios del agua como rey. Entonces combinaron sus fuerzas y, quizás con algo más de ayuda, abrieron un pequeño portal entre sueños al mundo humano. Allí echaron una maldición contra Silene: dormiría casi doce horas al día, solo despertaría once minutos antes de medianoche, y por cada minuto que pasara perdería un año de vida a menos que comiera una flor de loto por cada minuto. Varios años del resto de su vida se perdieron hasta que Azariel pudo encontrar una manera de frenar la maldición y, a pesar de que la encontró, todavía pasa los días y las noches buscando la forma de salvar a su amada, regresar a su reino y destruir la maldición que le permitirá pasar el resto de la exigua vida de Silene a su lado. 

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