Lana

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Ella dejó que le diera caricias a su pierna, y él se presionó más contra ella, pegando su entrepierna contra su cintura, casi con su abdomen sudado. Y pues, tanto ella como él estaban sudados.

Lana le tomo una mano mientras la besaba fuertemente, y se la llevó a su pierna izquierda, una vez allí, él presionó los dedos fuertemente, mientras acariciaba su muslo desnudo. Presionó tan fuerte que era como si quiera atravesar los tejidos de su piel, sus dedos parecían aguijones de acero. Era casi como si quemara. Quería decir que dolía.

Pero no podía. Por alguna extraña razón, sólo gimió.

Lana besaba sus labios, sabían a sal y a pasión, que era como ella se sentía ahora. A sal, sudada, a pasión e inalcanzable, estaba en la cima.

Él rápidamente llevó una mano para pasearla por debajo de su falda colegiala a cuadros verde césped y azul marino, del Instituto San Ignacio, pero Lana lo frenó.

—¿En serio? —se quejó el muchacho—. ¡Vamos!

—No es correcto tener sexo en el colegio, Félix —repuso ella con voz juguetona—. Eres malo, muy malo —Lana le sonreía con malicia porque, más que nada, quería cogérselo, allí mismo, en aquel lugar, pues bien era cierto que del ambiente ya se habían hecho cargo ellos; ante ella, presionado contra su cuerpo, casi como si fueran uno solo, tenía a Félix Campo, el muchacho más sexy y caliente de todo San Ignacio, además del más inteligente, con el mejor promedio y el primer índice de aquella mierda por la que tanto parloteaban todos... A Lana le interesaba otra cosa, por supuesto, ya que también se suponía que tenía el mejor tamaño en órgano reproductor masculino.

Naturalmente estaba obligada a averiguarlo.

—Por supuesto —respondió Félix con voz entrecortada, gimiendo—, pero no me importa, quiero hacerlo. Aquí y ahora.

Estaba excitado, casi podía saborearlo.

Ella sonrió por su caliente optimismo. Ella también quería hacerlo, no se había escapado de clases para nada.

Se encontraban en el baño del gimnasio, en una de las duchas, encerrados por una vieja cortina con motivos de ballenas azules y patos amarillos.

¿Cómo era posible la suerte de Lana? Pues bien, el profesor de gimnasia había enfermado, así que no habría nadie con la asignatura ese lunes, tenían el gimnasio para ellos solos.

Ah, y claro, para aquellos quienes también tuviesen el atrevimiento de ir a coger en horas de clases y dentro del colegio. Por supuesto, pero raramente eventos como este tenían lugar allí y en esas circunstancias (dado que normalmente todo alumna sexualmente activo en San Ignacio cumplía la obvia norma de nada de sexo dentro del colegio) pero Lana, ella no. Ella no dejaría escapar a alguien como aquel muchacho, hermoso y físicamente sin dejar qué desear.

El tipo siempre se la pasaba estudiando, cosa que ella no entendía, porque, o sea, ¿si tienes todo lo mejor y eres el mejor, contra quién compites? Por eso, el reunirse con él fuera horario de clases era prácticamente imposible.

Lana meditó por un momento lo que pasaría si los descubrían, pero fue un momento, dígase, bastante corto y limitado en los espacios de su mente. No le importaba; ella había probado el sexo hacía dos años ya, cuando tenía catorce, por simple curiosidad, y ahora, a los dieciséis, quería investigarlo más a fondo. Porque, además de simple placer, era un experimento. Ahora, bien cierto era que lo haría. Con el más guapo muchacho de San Ignacio.

Nada podía detenerla.

Estaban todos apachugados, envueltos en el sudor, y la tela de los uniformes pegado a sus cuerpos como segundas pieles, aquello era lo único que los dividía de unir sus cuerpos para hacer lo que llamaban «el amor», pero para Lana, aquello era más un momento de excitación y relajación.

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